sábado, 12 de julio de 2008

¿Quién salvará a la ex-Lolita?

¿Quién salvará a la ex-Lolita?

A mis amigos, que son pocos, los vi y palpé como una niña que apenas reconoce el mundo, me hacían falta abrazos para decirles que los quería, me dio gusto volver a tener cerca las rarezas de esa partida de asociales con los que me reúno a compartir soledades. De Mariposa Vagabunda, mi única amiga, no me quería ni despegar, mientras nos lamentábamos la suerte de siamesas separadas nos contamos lo que habían sido nuestras vidas, a veces hablando, otras en silencio. El resto de tiempo se me pasó entre visitas médicas y huidas de los locos, la primera por hipocondría insaciable, y la segunda por sujetos que me persiguen hace más de 7 años.

Todo empezó en el 95. Yo era una Lolita con un extraño encanto, sonrisa dulce pero brazos moldeados por las barras y las flexiones de pecho, una belleza irreverente que desconocía el maquillaje y los pendientes, y que para nada encajaba en los cánones estéticos del momento. Esta niña, que dormía abrazando a su muñequita de siempre y leía a los rusos en el umbral de una hora y la siguiente, llegó por una jugada del destino, al grupo literario El Círculo. A su creador, Julián, le conocí en la casa de un viejito que anunció en el periódico su deseo de conformar una sociedad secreta poético-literaria, pero allí no duré más de cuatro reuniones, la risa estridente e inocente que me producían los textos del señor no me dejaron regresar. El vaso se rebosó cuando leyó el poema del gatito enamorado que robó un salchichón. En fin.

A los días, Julián me invitó a su grupo, supuestamente por mi calidad literaria, pero hoy tengo serias sospechas de no haber sido más que producto del perfil de mis senos. Este hombre, de unos 30 años, tenía en su cabeza una baraja hecha con una única carta, se la pasaba en su habitación de baldosas blancas y negras, como juego de ajedrez, escondiéndose de las miradas de la hermana que jamás le perdonaría la osadía de haberle declarado su amor profano.

Generalmente, usa una camisita a rayas que lo identifica como prisionero del mundo. En la mañana, sale a trotar y montar bici, luego a dejar las flores del servicio a domicilio del negocio familiar. A medio día, ubica un colegio cualquiera y se sienta a ver salir a sus Lolitas adoradas. En la tarde, alterna la lectura, las persecuciones a conocidos y la escritura de panfletos -contra los escritores preferidos de la muchachada caleña, los cuenteros y las mujeres; y a favor de los violadores, el catolicismo y la ultraderecha- que luego pegará en las universidades y repartirá en las calles negando su autoría. Aunque se ganó más de un problema continuó su militancia sin preocuparse demasiado.

Pero su pasatiempo favorito era ahuyentar mujeres. Al principio se mostraba como todo un caballero: correcto, moderado e inteligente; pero pronto empezaba a perder los nervios y se ponía a maquinar trampas que le abrieran, en su lugar, las piernas a las chicas. En parte las veía a todas como unas puticas, capaces de absorberle su ansiedad, nada más! De mí les decía a sus colegas literatos que era del tipo de mujer que disfrutaría de una violación. Bahhh, cosas como estas me las contaba y recontaba Cristian, otro de los del Círculo. Con el fin de producirme un estado histérico-paranoide se ensañaba en detalles de las intenciones, que tenía el hombre de camisita a rayas, de “accederme” y secuestrarme en un sótano para obligarme a quererlo. Bueno, pero y qué hay si soy yo la que le tiende una trampa, y lo ata de piernas y brazos? Quizá la altivez de una lengua, creando también palabras, rompería su horizontalidad, para después escondérsela con el centro de su cuerpo.

De vuelta a la realidad, de nuevo me acobardaba. Lo veía sigiloso detrás de los árboles, escuchando el correr de mi sangre. Estaba más que advertida que aquel hombre tenía el don de escucharle el pulso a la gente con sólo mirarla, así que podía saber muy bien cómo y cuándo se alteraba cualquiera, y entonces proceder a su adorable terapia de choque. Tenía mucho miedo, sí, aunque era un miedo extraño. Porque a la vez, cuando me encontraba con su alma en forma de panfleto, cuento o sombra persecutora, me hacía reír. Pero no no no, echando mano de una pizca de cordura continué evitándolo.

Y el gran Cristian se volvió mi amigo. Este negro, alto y gordo, de unos 25 años, trabajaba de compañero de su madre, no le hacía mucha gracia el mundo en el que le había tocado vivir, y amaba a los asesinos en serie, con cuyos rostros decoraba las paredes de su habitación. En sus ratos libres, o sea casi todos, se disfrazaba de jacker, se entretenía con el cine y la T.V. y huía de los fantasmas de su mente paranoide. La relación era tensa y, sin terminar una discusión, entrábamos en otra; pero también hay que decir que la pasábamos bien fotografiando a los desprevenidos de la Galería Santa Elena y los alrededores de los caños de la ciudad.

En los demás integrantes no vale la pena detenerse, sólo mencionar que uno era honguero y esquizofrénico, otro un estudiante de derecho que le cantaba a la muerte y, el último, un teatrero convertido al catolicismo, después de haber hecho parte de una secta satánica. Sin culpa, terminé en medio de estas personalidades, atrayendo las miradas de un grupo de misóginos al que, como es obvio, jamás mujer alguna había entrado.

Al poco tiempo de estar allí empezaron los acosos sexuales y sus disertaciones sobre mi calidad de Lolita, así que no regresé ni por error. Pero ellos me seguían de cerca con los artículos que publicaba en el periódico, observaban mi estilo, estudiaban mi evolución y criticaban con ahínco. Un buen día el señor Julián le envió una queja al director, sobre una reseña que escribí de La Caverna de José Saramago, y se hizo pasar por un anciano ofendido. Hmmm, eso fue lo último que supe de él. Y en cuanto a Cristian, pasaron muchas noches en las que traté de olvidar que algún día había sido mi amigo. Me hizo daño, ese fue el punto final.

Luego vino mi viaje a España. Cuan equivocada estaba! pensando que mi ausencia les calmaría y que no tendrían más remedio que buscarse a una nueva Lolita...

- Mijita, ha venido varias veces a buscarla un joven apuesto y bien presentado, dice que fue compañero de universidad – dijo mi madre.

- Cómo se llama?

- Me parece que Juan Felipe

- Y qué quería?

- Le mostramos los artículos que nos mandó de España, estaba muy interesado en saber de usted, ese muchacho parece que la aprecia mucho. El muchacho nos pareció muy amable, aquí estuvo tomando juguito y viendo sus fotos.

No hizo falta preguntar si sabía que yo vendría, sólo fue esperar a que sonara el teléfono y me saludara Julián desde el otro lado. Pero por qué me seguía? Quería hacerme daño? Por las calles sabía que no estaba sola y que cualquier descuido me podría costar muy caro. Así que sin llegar a dar ningún paso en falso, se agotaron los días. Pronto llegó la hora de empacar los recuerdos y dejar los miedos aquí, para la próxima entrega. Tomé el avión rumbo a la capital, con una sonrisa amplia y sin pintar. Me bajé del avión empujándolos a todos, sabiendo que de no hacerlo podría perder la conexión. Eso me lo habían explicado bastante bien desde Granada, cuando me dieron a escoger entre una conexión de una hora y otra de cuatro; a lo que yo elegí los codazos y la carrera de atletismo. Con la frente empapada y las rodillas invitándome a rezar, tan afligidas por el peso de la maleta, llegué al mostrador, había tiempo de sobra. Las muchachas me miraron con cara de pena, aunque entre ellas se reían a escondidas. Mi pasaje no era ese día, sino al siguiente. Sí, desde España cometieron el error y yo, por lista, ni me había enterado. A mi desgracia, en el aeropuerto El Dorado me encontré sola y abandonada, sin un solo peso para pagar el hotel. Saqué de mi billetera un chicle arrugado y la foto de un hombre de camisita a rayas. Cogí el teléfono y respiré hondo.

martes, 24 de junio de 2008

Derroche de belleza



Después de tantos meses de silencio vuelvo a tener tiempo y por ende algo que contar. Felizmente dejé la librería por nuevos proyectos, letras que tengo que producir desde mi casa con mangas pasteleras de diversos motivos. De nuevo un país desconocido me deja pasar. Esta vez la bota itálica.

Nunca había visto -o si lo había hecho no me había fijado- semáforos de peatones con tres colores… por culpa de estos he corrido como una condenada. Cuando desaparecía el verde y me encontraba en mitad de grandes avenidas, arrancaba a correr como si tuviera un alacrán pegado a la nalga, lo que no me daba cuenta era que el color era amarillo, que tardaba una eternidad en cambiar a rojo y que la gente seguía andando con pausa. Una vez desvelado el misterio de los semáforos empecé a toparme con plazas encantadoras y monumentos emblemáticos sin darme cuenta.





















Estar aquí recuerda a Latinoamérica, los coches saltándose los semáforos y los peatones acoquinados esperando eternamente a que los conductores les cedan el paso, esos deben ser “guiris”, sino harían lo que hay que hacer en esos casos, llenarse de valor para la batalla – a muchos les puede ayudar una bendición- y echarse a andar a ver quién gana. Es divertido.




Embriagada de olor a pasta que cuece, camino por las calles de la exuberante y caótica Roma, me dejo llevar de la mano de mi guía de bolsillo y de mi instinto para morder el alma de la ciudad. Alegre
y ruidosa se ofrece al visitante, miles de bares y cafés instigan a hacer un alto en el camino. Para conocer Roma hay que perderse, merece la pena llegar a la cama con los pies hinchados y palpitando y con la cabeza cansada de tanto soñar. Vulnerable ante el Coliseo, con los poros traspasados por una aguja de croché, veo brillar las espadas en las que se enrollan las venas robustas que se desinflan como globos.

La fabulosa Basílica de San Pedro que desmiente el valor de la austeridad y se nos presenta grandiosa, ampulosa, desbordada de arte. Me olvido de los curas que en busca de un poco de inocencia la arrancan de tajo. Prefiero no pensar en los valores antinaturales de defienden, en la culpa que tienen de la sobrepoblación y el hambre; ahora mismo sólo me importa disfrutar de la perfección de la Piedad con el hijo muerto en sus brazos. Adoro el sentido estético de la iglesia y su servicio a la preservación del arte, a la larga está bien que con la excusa de custodiar el cielo contribuyan al derroche de belleza, que también es una forma de rendirle culto al espíritu, para que lo sigan haciendo ¡juro que pagaría!


La Capilla Sixtina!




























En la Plaza de San Pedro estaba el hombre de vestido impoluto y sombrerito, la gente gritaba
c
ual cantante de rock, me temo que muchos se mueren de ganas por pedirle un autógrafo.





Encubo palabras junto al vino de la memoria, bajo el calor del bus. Tras el rumor de las estatuas y el perfil augusto de los caminantes que con su retina de ventosa absorben la belleza, ahora recuerdo, ahora vivo. La fontana de Trevi, las espectaculares plazas Navona, España y Popolo, lugar perfecto para evocar las noches de magia, vino y poesía de la Colombia que dejé hace tanto. Lo bueno es que hoy todavía me le chupo a la vida su pulpa de mango biche, sin importar dónde cae la noche. Y con la fibra de la vida entre los dientes pasan las horas…