jueves, 22 de septiembre de 2011

La foto perfecta


A la hora del café, que en realidad son todas, por algo Finlandia ostenta ser el país número uno en consumo de café por habitante, la anfitriona se me acercó con el álbum familiar. Dada nuestra carencia de idioma común para comunicarnos y lo insuficiente que resultaba el diccionario, celebré la idea, pero no por mucho tiempo. Cuando la vi con su sonrisa limpia y sus ojos claros sujetando el álbum imaginé que me enseñaría las imágenes de su último verano en Fuengirola, la tarta de cumpleaños de su hijo o quizá un recuento gráfico de las pilatunas del perro. ¡Cuán equivocada estaba! Sin anestesia alguna la mujer abrió el libro de par en un movimiento ágil que no revelaba sus 80 años, y sí señor, lo primero que vi fue el primer plano de un cadáver. Las motas de algodón asomándosele por la nariz me dijeron cosas feas al oído. Acaso, ¿esto era una broma? ¿Será que en esta cultura aceptan la muerte con más naturalidad, y por ello no tienen pudor de registrarla y archivarla junto al resto de eventos de la existencia? Sinceramente no lo sé, lo único que tengo claro ahora es que el caricaturista que recreara este cuadro que estoy protagonizando, no se equivocaría dibujándome en plena petaqueada y con el letrero Plop tipo Condorito. Me vi desde fuera y me entró la risa –me la aguanté, como es natural–. Era cómico saberme ahí con cara de póker, sin poder salir corriendo y sin tener la menor idea de lo que debía decir; ¿quizás un lo siento, qué fotogénico era, qué guapo quedó o cómo le luce el maquillaje?

Bajo una serenidad impostada emití un hmmm sin poder evitar seguir mirando las motas de algodón que, sin lugar a dudas, me atormentarían esa noche.

domingo, 18 de septiembre de 2011

¡Cuidado!

Una tarde mis poros ensanchados y estirados como queso tibio después de los cinco minutos de sauna, me pidieron agua fría. Las pieles transparentes de los que me rodeaban parecían no inmutarse y se divertían con cucharones gigantes escupiéndole agua a las piedras hirvientes para hacerlas trinar. Yo en una esquina cubriendo mi nariz con las manos para suavizar el aire y poder respirar, mientras tanto, ellos reían en silencio. Entonces salí despavorida en busca del lago. Bajé los escalones lamosos con mucho cuidado y al lanzarme escuché cómo el agua imitaba el sonido de una Coca-Cola burbujeante y recién servida.

Había mucha gente repitiendo sin cansancio la misma operación: sauna-lago-sauna. Quería nadar, ¡necesitaba endorfinas! Pero al ver que nadie sumergía la cabeza me acoquiné. Enseguida recordé que alguna vez había leído que cuando la gente se lanzaba a aguas semicongeladas tenía terminantemente prohibido meter la cabeza, pues de lo contrario podría sufrir una trombosis cerebral. Sí, es verdad que apenas era otoño y que aún el agua alcanzaba los 17º, sin embargo mi hipocondría me dijo que era mejor así, no fuera que por dármelas de David Meca me enfermara, no valía la pena pecar de ufana y adjudicarme de gratis un problema cerebral añadido –a mis múltiples disfunciones, por todos conocidas–, o como mínimo un resfriado. Mi razonamiento fue muy sencillo, ellos sabían de climas extremos mucho más que yo, por lo que la salida más salomónica era limitarse a copiar sus conductas y de este modo curarse en salud; así que con mi cabeza en alto nadé como un pato bebé. Salí más que contenta.

Semanas después, por fin pude ir a una piscina de invierno a nadar de verdad, y al entrar me llevé la gran sorpresa, nadie usaba gorros ni chanclas, y lo más curioso, muy pocos llevaban gafas. Ajaaá. Entré con mi disfraz de nadadora en mi piel de capuchino; como no, el gorro, las chanclas, y mi equipo de aletas y manoplas bien agarrado. No pudieron evitar mirar intrigados al nuevo espécimen. El agua estaba a la temperatura de la leche acabada de ordeñar. Clavé de buena gana y comencé a nadar y a nadar. Una hora después me puse a repasar a la gente, un poco para vengarme de sus miradas del principio. Fue entonces cuando lo entendí todo. Sus cuerpos desplazándose de forma vertical y sin prisa me hicieron comprender por qué no necesitan gafas y lo inútil que había sido mi nadado de pato en el lago. Mi exceso de prudencia me hizo sentir realmente tonta. Vaya por dios, aquel día no había evitado la trombosis ni el resfriado. Eso sí, sin proponérmelo había conseguido lo más importante: ser una más.

martes, 13 de septiembre de 2011

Es el precio


Pinos y más pinos. Botas encharcadas, manos enrojecidas por el frío. Capricho de una borrasca que va y viene, y no me importa. Sería una necedad soñar con el sol del trópico cuando aquí se está tan bien. No echo de menos el vallenato mal sintonizado del Blanco y Negro ruta 1, ni los rostros desangelados de pequeños descalzos que piden por doquier. No echo de menos al ladronzuelo que esconde bajo su camiseta la pata de cabra con la que me podría chuzar si me descuido, o si “doy papaya”-como afirmarían mis compatriotas-; ni al gamín que me gritó “mamasita, venga le engraso la bisagra”, sin advertir que era yo la misma que el día anterior lo había invitado a una Colombiana con Chocorramo, en lugar de darle las monedas que quería. Pero él no tiene la culpa, sus ojos dan vueltas como las máquinas tragamonedas después de que la cocaína cuasi pura se quedara incrustada entre los mocos y los pelos de la nariz.

El sol cada vez es más borroso, es cierto, como si se remojara en lejía antes de salir. Pero, ¿a quién se le ocurrió decir que el gris no es bonito y que caminar por un escenario cubierto con un velo de recién casada no tiene su encanto? Me decís que es un lugar aburrido…quizá tengáis razón. Aquí no se escuchan bombas ni existen los sicarios, ni los “traquetos”, ni el vecino pone la música a todo volumen; claro, yo tampoco lo puedo hacer, y eso tiene menos gracia. Sería maravilloso escuchar Lacrimosa y mi demás “música de los demonios” a toda hostia. A veces se hace insoportable la presión de los audífonos en mi cabeza, ¡con lo agradable que sería que la música hiciera crujir la madera!, pero es el precio, el precio que de buena gana he decidido pagar.

lunes, 12 de septiembre de 2011

De besos y abrazos


Me preocupaba el hecho de resultar empalagosa, de que mis muestras de afecto se convirtieran en jeroglíficos machacados y exprimidos al revés, así que para evitar malentendidos culturales me propondría embadurnarme de hielo licuado, siempre, antes de salir. Pero mis preconceptos pronto se derrumbaron igual que mi juego de baraja española carcomido por las ratas y el tiempo; muy a mi pesar cayeron demolidos en frente de mis ojos. ¿Y ahora qué? ¿Cómo diantres reconstruiré la idea de este trozo de mundo? Nadie puede negar que categorizar, esquematizar, escarapelar, encasillar, rotular, y todos esos verbos, ayudan, de mejor o peor forma, pero ayudan, a moverse por la vida con cierta seguridad. Sí, sí, mis preconceptos se fueron al carajo cuando mi familia de acogida me abrazó, y cuando mi jefa también lo hizo, sin siquiera dejar entrever el frío polar que se avecina. ¡O sea que la gente por aquí no es un tempanito de hielo, ni tan distante como se cree! Quizá lo han sido, quizá estén cambiando con esto del mundo global y que tantas vacaciones en La Costa del Sol estén haciendo mella en su cultura… podía ser. ¿O será que por una casualidad –no tan casual– he conocido a los raros de aquí? Es cierto que mi imán para atraer a los abortados del sistema aún funciona a las mil maravillas, pero juraría que esta vez no lo he usado, al menos no exprofeso.

Vale, entonces ha quedado claro que los abrazos también existen en medio de la tundra, pero ¿y qué hay de los besos? Me atrevería a decir que esos sí que escasean por estos lares. Por más que busco no encuentro besos Almodóvar, por más que desempolve las piedras y me mueva entre los raros, la gente, cual muñequito hecho de Armatodo –o Play Mobil, como dirían los españoles- se abraza rígida, haciendo trinar las articulaciones, haciendo chasquear los vellos de los brazos. Tras el choque de dos cuerpos, en cuestión de milésimas de segundo los rubios de este lado se recomponen, reculan como buenos soldados, huyen, se esquivan, me esquivan. Es lo que toca. Mi beso termina, entonces, en el aire, lo veo marcharse libre, lejos; desaparece, y me alegro por él.