viernes, 25 de diciembre de 2009

Mi círculo de piedra

A eso de las siete de la tarde era de noche. Abrí por enésima vez la maleta para revisar si estaba todo, pero qué era todo? No lo sabía, sólo tenía claro que necesitaba ropa de abrigo, un diccionario de inglés y muchas ideas de las que pudiera echar mano si mi plan fallaba.
Los atuendos eran insuficientes, pero ya me habían dicho que por esos lares no era difícil encontrar tiendas de caridad que vendieran ropa de segunda mano tirada de precio, así que eso no me preocupaba de más, aunque sí es cierto que me mordí el borde izquierdo de mis labios cuando descubrí que los guantes de cuero comprados el día anterior, horas antes se me habían olvidado en la piscina, después del partido de water polo contra las de Marbella. Él me preparó una lubina en salsa verde y una cebolla caramelizada sobre trocitos tostados de manzana, para que me durmiera con el paladar contento. A la una de la mañana me levanté, con el móvil de linterna alumbré el fondo de la maleta y volví a sacar y a meter todo por puro vicio.
Por la mañana iba de copiloto rumbo a Málaga, repasando los verbos irregulares en inglés. Sabía que una mujer rubia me recogería en el aeropuerto, que se llamaba Lynn y vivía con su hijo de diez años llamado Ross. Eso dijo, faltaba ver si era cierto. Después de todos los correos de familias falsas que recibí cuando comencé mi búsqueda, ya no me fiaba de nadie. Los que ofrecían sueldos que sobrepasaban las 350 libras por semanas no existían de verdad, era una especie de timo que no alcancé a descubrir del todo…
Muchos usaban la táctica de hablar de sus creencias religiosas para parecer buena gente, pero yo a esos tan pronto me preguntaban en qué creía, les respondía que en mí y les cogía animadversión. Otros eran supuestos nuevos viudos, que aún lloraban la ausencia de sus mujeres de cera. Si algo tenían en común todos ellos era que alardeaban demasiado de lo privilegiados que eran y de lo bien que estaría en sus casas, las prebendas económicas que tendría, claro está, y de antemano me decían que sería tratada como un miembro más de la familia. Luego de cuatro o cinco e-mails me mandaban los datos de su agente de viajes para que me ayudaran con la documentación, a lo que les respondía que no me pondría en contacto con ellos puesto que yo hacía parte de la Unión Europea y no necesitaba visa. Pero ellos insistían, decían que para trabajar en el Reino Unido requería permiso de trabajo, pero que no me preocupara pues los gastos correrían por su cuenta.
Entonces llamé a la Embajada de España en Edimburgo y al consulado en Glasgow y a la embajada del Reino Unido en Madrid también, y todas me confirmaron lo que yo ya sabía, que para ser au- pair no hacía falta visado alguno y que la familia tampoco me tenía que asegurar ni contratar, ya que ese era un programa especial de la Unión Europea. Y bueno, cuando les explicaba aquello a las “familias”, jamás volvían a escribirme.
Pero con Lynn fue diferente. Ella nunca se interesó por saber cuántos dioses tenía, ni me habló de agentes de viajes ni visados. Tampoco me pidió mi dirección ni teléfono, sólo me dijo que le diera referencias. Así pues, me limité a pasarle los datos de unos ingleses evangelistas a los que les había dado clases de español unos años atrás. Algo me contó Débora acerca de la conversación, decía que la mujer parecía buena persona, mejor dicho, una familia real; por lo que yo para terminar de comprobarlo la llamé. Es que me parecía muy raro que no se hubiera interesado en hablar conmigo de una forma más… personal, puede ser la palabra, o quizá precisa, que el correo electrónico.
Llegué al aeropuerto de Glasgow y me senté a esperar. Pasaba gente tan variopinta, algunos en silencio, otros parecían inmiscuidos en una conversación que cambiaría el mundo y yo ahí empezando a urdir el siguiente paso. La rubia no llegaba, mala cosa; no obstante no echaría marcha atrás. Pensé en dirigirme al puesto de información turística para conseguir los datos del hostal más barato de la ciudad. Allí dormiría, sobreviviría unos días con mis ahorros mientras encontraba algún restaurante, hotel o algo similar, que me quisiera contratar. Sin duda las cosas saldrían bien, no podría ser de otra manera. Me estiré la camiseta tirando de los hombros y eché a andar, cuando una voz extraña gritó mi nombre.
Nos montamos al coche. Me entretenía viendo las calles al revés y el brillo de las pieles inmaculadas, ella me iba contando de su novio que vivía en Londres y estaba de visita ese fin de semana, del partido de fútbol de su hijo, de su última au pair que duró dos años, etc., etc. Me limitaba a escuchar, sonreír y quizá responder un monosílabo, para más no me daban los verbos aprendidos de memoria.
Cinco de la tarde, el sol ya se había despedido. Entre tinieblas escuchaba la cola de los caballos, el péndulo de los secretos tintinear al otro lado. Cada día salía con el bastón de mi cámara fotográfica para capturar el alma de las cosas y sostener mi soledad en un atardecer de velo púrpura, de rojo avergonzado o simplemente de luto. 40 minutos por caminillos de un verde insultante hasta llegar a Crief, el pequeño pueblo donde el niño estudiaba; por cierto, en el mismo colegio que vio crecer al jedi Obi Wan Kenobi (Ewan Mc Gregor). Y de regreso ya éramos sólo mi cámara y yo, muy atentas a la belleza salida de regla. Tierra de cielo tornadizo entre el azul intenso y el gris tibio, en cuestión de segundos, incluso a expensas de un sol superlativo, puede romper a llover y la gente lo sabe, lo presiente, no le importa. Me llamaba la atención ver el tic-tac de las gotas resbalando por los abrigos.
Me acerqué a un hombre mayor, los surcos de su rostro llevaban una riada salvaje de agua que asustaba, le tendí mi paraguas para que se resguardara, no fuera a pillar un buen resfriado. Él me sonrió con sus ojos, abrió un bolso de cuero que llevaba y me mostró cómo descansaba allí plegado su protector, celosamente protegido de las inclemencias del tiempo. Entonces sacudí mi paraguas y lo guardé también. Nos fuimos caminando, él marcaba el ritmo y la dirección, yo sólo lo seguía. Después de unas horas, cuando la ropa ya pesaba de más, volvimos al mismo punto, de nuevo abrió su bolso, esta vez para sacar un cuaderno y amputarle una hoja. Dibujó un ramo de rosas azules para poner en mi mano y se fue sin decir palabra.
Luego de mis paseos sin rumbo regresaba a casa a planchar mientras veía la tele, al rato tomaba las clases de inglés por ordenador y a mitad de la tarde me iba a consumir las horas junto a La Última Bruja, que desde su tumba ubicada a un paso de Dunning, un pueblo sin importancia, todavía tenía muchas cosas que decir. En su escenario, las monedas apuntaban al horizonte, un corazón de latón colgaba entre las rocas y una muñequita entristecida, parecía encogida esperando la muerte. Esa era la simbología que solían dejar los iniciados, los nuevos brujos que pasaban también a visitarla, aunque en horario diferente al mío.
Después de volver a casa me gustaba amenazar con mi linterna los témpanos de hielo. Vivía en un cortijo en mitad del campo, rodeada de cabras, caballos, conejos, bambies y búhos que estaban aprendiendo a pestañear. Me sentía plena, con la certeza de no querer volver a vivir en la urbe nunca más; ese era un punto intermedio, tampoco significaba renunciar a la civilización porque había un pueblecito a dos kilómetros y Perth, la puerta de las Highlands, estaba a unos 27 de camino. Y bueno, para llegar a Edimburgo o Glasgow sólo había que reservar una hora. Con lo cual, si necesitada de vida social me iba para alguna de aquellas zonas. Entablar conversación resultaba muy difícil, eso sí, al menos me divertía pasando el tiempo preguntándole cosas a la gente, esforzándome por decirle con los ojos que en realidad no me interesaba llegar a tal o cual lugar, pues no tenía rumbo, que lo que quería era remojar palabras en una taza de café.
Elegí un sitio al azar. Me pedí una deliciosa Stella y me senté a examinar a los clientes, uno por uno. Ja, los pantalones les colgaban, por un lado exhibían sus barrigas y, por el otro, la mitad de la carretera destapada que conducía a las zonas más oscuras y mefíticas. No puede ser! Eran apenas las 11:00 de la noche y casi todos estaban como una cuba. Eso era lo normal allí, o había escogido el lugar menos idóneo? Pronto me daría cuenta que sí, era lo habitual, y que muy a la 1:00 estarían vomitando y dándose golpes e incluso cuchilladas. En el momento en que me quise ir, por mi ansiedad de largarme de allí empujé a un chico de mala manera que estorbaba en la puerta. El hombre con cara de buen chaval me dijo “sorry”.
-Cómo puede ser que te acabe de dar un golpe y seas tú el que diga “sorry”? No lo entiendo, de verdad.
Él arrancó a reírse. Y luego saltó con que, hacía muchos años ya de eso, había leído en un libro de instituto que en España la gente cuando salía a comer, solía ofrecer su comida a los demás y los otros, independientemente de lo que quisieran, estaban obligados a decir que no.
- Es cierto?
Me quedé a cuadros. No supe qué responderle, podría ser… era una cosa en la que no me había sentado a pensar. Así que nos sentamos a pensar sin preguntarle al otro si quería (y eso que él era británico y se pasaba de educado). Al llegar la media noche cerraban el lugar, por lo que salimos sin quejarnos. Caminaba hacia el coche y él al lado pisándome la sombra. Se montó conmigo para seguir la charla allí. Se llamaba Stan. Cuando ya había más cansancio que palabras se marchó sin pedirme el teléfono. Yo tampoco se lo pedí, preocupada de si sería admisible o no en su cultura.
Al otro día, mientras cumplía con mi rutina caí en la cuenta de que hacía un mes que estaba allí y que ahora los días se arrugaban a las cuatro de la tarde. La noche en su parto prematuro venía con frío y yo con dolor en la barriga de tanto reír, reía de felicidad, de estar allí. No obstante, me tuve que montar a un avión rumbo a Cuba, junto a Lynn, Ross y su novio. El 31 de diciembre lo celebramos al calor de las pieles curtidas de sol y, claro, comiendo las delicias internacionales que los cubanos jamás probarán. Yo no quería estar allí, me dolía encontrarme de ese lado. Sin embargo, al final le coqueteé a la frivolidad para que viniera a mi rescate y sí que lo hizo, además objetivamente la situación no era para quejarse, tenía vacaciones gratis en una playa paradisíaca del Caribe de pura suerte. Lo lógico sería que me hubieran llevado para que cuidara el niño mientras ellos disfrutaban, que estuviera encerrada, jodida a sus órdenes; pero nada de eso.
Luego de quince días estrujando instantes en mi exprimidor de naranjas volvimos al País del Nunca Jamás. Y a la mañana siguiente comencé un curso intensivo de seis horas diarias de inglés, con lo que mi vida se resumía en conducir por parajes radiantes, estudiar y ayudarle a Lynn a catar vinos del mundo.
Para el fin de semana de mi cumpleaños nos fuimos a la isla de Skye, la misma que saborearon los Ramsay en “El Faro” de Virginia Woolf. El lugar era un derroche de belleza con sus valles de tono esmeralda subido, de acantilados repujados, caminos rocosos, fiordos repentinos, montañas arañadas con las uñas afiladas del viento. Skuy le llamaban a las nubes los nórdicos y como la isla flota entre la niebla, así se quedó. En tres días recorrimos sus 75 km de largo y 22 de ancho, viendo de lejos los lugares de escalada y senderismo y de cerca las mejores destilerías de whisky del país. De regreso, un castillo del siglo XIII como salido de la nada, el Eillean Donan que fue derribado en Brave Heart.
Poquito a poco se empezaron a alargar los días y de repente había 18 horas de luz enfocando el caleidoscopio de colores recién inventado de la tierra. Los lienzos impolutos de las pieles británicas celebraban el sol con el fervor legado de los celtas.
En otra ocasión me fui a Edimburgo a hacer lo mismo de la otra vez. Aunque era de día me pedí una pinta de Guiness, estaba tan espesa que con la espuma hice castillos y conté los diez segundos que permanecieron en pie. Luego me fui a caminar por la Princess Street, a dejarme otear por su castillo imponente que me observaba desde arriba. Al rato me fui a hacer un recorrido por las bóvedas de la ciudad escondida, junto a una mujer que contaba leyendas urbanas, mitología popular de asuntos paranormales. Al levantar la vista para estudiar los rostros de los escoceses que me acompañaban, me encontré con los mofletes de Stan. Qué casualidad vernos de nuevo y en otra ciudad!
Desde ese momento, me comenzó a contar historias de pájaros con nombre y apellido, a traducirme el rumor de los árboles. Como profesor de biología que era amaba la ciencia, pero también le seducía la poesía y los misterios ocultos de la tierra, así que me leía el tarot justo después de darle de comer a sus pececitos de colores. Le gustaba decirme que los dioses estaban de mi lado y yo le creía. Fue él quien me señaló con el dedo las formas de esa Escocia encantada que olía a curry y me enseñó los secretos alineamientos solares y lunares de los Círculos de Piedra que solían frecuentar los druidas, aquellos sacerdotes eruditas del mundo celta. Visitamos la Rosslyn Chapel, la misma capilla encantada del Código Da Vinci, ornamentada con figuras paganas como el rostro de expresión socarrona del Hombre Verde. Aprovechando el coche au-pair que tenía a mi disposición, juntos fuimos a buscar al monstruo del Lago Ness y recorrimos lugares como la casita en la que vivía Barrie y donde nació Peter Pan, las abadías del oeste del país, incluyendo la Melrose, donde según la leyenda popular yace el corazón de William Wallace, la casa de Walter Scott y la pequeña Stirling donde los valientes lucharon contra los ingleses por su libertad.
Stan me pedía permiso para peinarme, pasaba sus dedos suaves y pálidos por mi pelo negro y siempre me pedía que anduviera descalza por su casa para verme los pies. A las 12:00 sacaba su juego de cartas, me hacía barajarlas para empezar con su ritual de predecir mi futuro y aunque no me generaba mucha expectación, era el mejor plan que había. Al principio me decía cosas muy generales, de las que le pasan a todos, como por ejemplo, “vas a tener un fuerte altercado”. Cuando nos volvíamos a ver me preguntaba si había sucedido y yo le decía que sí con pereza, sin duda esa no era prueba de nada. Sin embargo, cada día que pasaba afinaba más sus vaticinios, con cosas como “tu madre te llamará a las 3:00 de la tarde” o “te regalarán flores en la calle”.
Con lo primero pensé que, una vez más, había sido cuestión de suerte, pero lo de las flores sí me sorprendió, porque menos de 24 horas después, mientras estaba en la cafetería Costa saboreando un gigante y delicioso Late con chocolate espolvoreado, se me apareció el anciano de la otra vez con otro ramo de flores azules que sacó del bolsillo de su camisa. Y yo no estaba acostumbrada a tantas casualidades.
- Siempre tiene usted un ramo debajo de la manga?
- Sólo he regalado dos en mi vida – me dijo.
- Y éste desde cuándo lo tiene?
- Cinco minutos antes de verla. No sabía por qué tenía tanta necesidad de dibujarlo, pero cuando la vi lo entendí– aseveró.
Esto me pareció muy pero muy raro. Cómo era posible que Stan supiera una cosa tan extraña como ésta? Él se justificaba diciendo que desde pequeño presentía cosas, que era capaz de salirse de su cuerpo e irse por allí.
Un día se nos ocurrió inventarnos un juego. Él me mandaría mensajes al móvil en la mañana con predicciones de mi día, pero yo sólo estaba autorizada para leerlos a partir de media noche. Stan decía que era mejor así, dejar que la vida me sorprendiera. Yo le hacía caso. Al llegar de Londres de ver al Circo del Sol, él ya lo sabía de antemano. Cómo lo hacía?
En breve, sus augurios comenzaron a limitarse a él y a mí. Cosas del tipo “me traerás una tarta de queso deliciosa” o “te dormirás en mi sofá viendo la tele”. Cada vez su compañía se me hacía más necesaria, más placentera. Nunca antes me había fijado en su boca, pero de un momento para acá me perseguía, la imaginaba como un solitario en medio de la mesa, como una de las figuras casuales de la pared, la veía aplanada como un separador de libro, veía su boca abierta pidiéndome que soplara, que la inflara y la salvara y soñaba que la acariciaba con mi pubis. Y ahí me dio por pensar que esta historia podía tener un trasfondo maligno, que quizá él tenía un poder extraño que estaba usando para manipularme la mente. Sí, eso era, me había convertido en la esclava de sus caprichos. Lloré, grité de furia.
Así que ese 22 de julio de 2009 que me había invitado a cenar, decidí leer el mensaje a las 6:00 de la tarde, un poco antes de salir, que decía: “tocarás mi boca con la tuya, serás mi musa para siempre”.
Esa noche llevaba con garbo el kilt (falda típica) que, no era secreto para nadie, cubría la entera desnudez. Hicimos el amor tocándonos los dedos de los pies, sólo eso, mientras veíamos a sus pececitos de colores. Sentía que lo quería de siempre, pero me negué a llenar mi boca con su aliento para saberme dueña de mí misma. Y entonces me sentí grande, diosa. Lo dejé que me peinara con sus dedos y que me besara los tobillos con lujuria. Stan se encontraba demasiado triste, se negaba a mirarme. Yo lo sabía, él lo sabía. Le di los dos ramos de flores azules que aún guardaba en mi bolsillo y salí. Igual, sólo faltaba un par de semanas para que estuviera de vuelta en España, una lubina en salsa verde me esperaba y eso nadie lo cambiaría.
No nos deseamos suerte; los dioses estaban de nuestro lado.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Hacia dónde

Las llantas patinan sobre el hielo
le doy tirones de oreja al volante
a un lado y al otro.
La calle sume barriga, se encoge, doblega
las llantas chillan como una puerta que pide aceite
en mitad de la noche,
cuando te disponías a escapar.

No se aconseja respirar por prudencia
sigo la regla
no tengo miedo,
sólo no quiero pasarle por encima
a la estrella que vi caer
alumbrada por el faro gris de una luna.

Una luna degollada sobre la carretera vacía
tendida, semi muerta,
con los hoyuelos de la juventud agrandados en su rostro
pero aún con su vieja manía
de iluminar el contorno de los pies.

Pero las estrellas siguen arriba
todo ha sido una alucinación, en mitad de un viaje
de una huida a ningún lado

y sin saber por qué.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El portarretratos vacío


Las campanas de la iglesia repicaban insistentemente, con su melodía rayada que alejaba de la meditación. Así nerviosa como estaba abrí mi correo electrónico y me encontré con la voz aniñada y un tanto mujeril de él. Esta vez, entre un saludo escueto me lanzó una recriminación acerca de mi decisión de excluirlo de mi vida hace ya unos nueve años, meses antes de mi partida definitiva al viejo continente. La comunicación la habíamos retomado en el cuarto invierno, cuando trozos de nube desmenuzada que caía en forma de nieve, me cubrieron las canas nuevas. Aquel día, las manos acartonadas teclearon su número, que aún conservaba en mi memoria con espacios y la figura de flor cubista resultante de marcar. Lo que sí había borrado el tiempo era el motivo exacto por el que dejé de hablarle. Sé que hubo insultos de su parte e intentos por pisotear mi maltrecho ego, que hicieron la situación insostenible. Algo recuerdo también de llamadas anónimas que estaba segura eran de su autoría intelectual, de reducido intelectual.
Las palabras de la chica que llamó unas cuantas veces, me extrañaron, su santiamén de tonterías no me asustaban, aunque sí acuciaron mi asqueo por la doble moral y el machismo reinante en mi país.
- “Señorita” – dijo, remarcando la ñ con furia -, la llamaba por las fotos que nos mandó, nos ha parecido un buen material.
- Qué fotos?
- Las fotos, usted sabe.
- De qué habla?
-Ejjjjem… pues las subidas de tono
-Cómo?
-Sí, las pornográficas donde se le ve tan bien.
- Ajá, y a dónde se supone que las envié?
- A Flores Frescas (prostíbulo de alto standing de la ciudad)
Corté con un “esto es un error, gracias y hasta luego”.
La segunda vez, me llamaron para concretar el día de la entrevista de trabajo. Les dije que para mí sería un honor trabajar para un lugar de tan buena reputación y con clientes tan distinguidos. Asentí quedar para el día siguiente a las ocho de la tarde. La tercera vez, el motivo de la llamada fue preguntar el por qué de mi inasistencia y proponerme una nueva cita; a lo que me disculpé arrepentida, pidiendo una segunda oportunidad. Era mejor darles largas, ganar tiempo, no tenía sentido desgastarme en explicaciones, que si llamaba a la persona equivocada, que si estoy y que lo otro; bahhh, sólo se trataba de una tomadura de pelo de mal gusto. Cuán equivocada estaba pensando que Humberto era demasiado listo! Todo esto no era más que una manera ramplona de vengarse de gente como yo. Me veía como una calenturienta, por lo que suponía, me acostaba de pura ociosidad y sin escrúpulo alguno, con cualquier pelantrusco, piojoso y dentipodrido de la Loma de la Cruz, “con todos menos conmigo”, rumiaba al anochecer, lo sabía. Y entonces para él no era una figuración, sino un hecho, el que alguna vez, en un momento de pieles semiarrancadas y uñas hundidas, hubiera caído en la tentación de consentir la inmortalización del momento. Si todo el mundo lo hacía, una chica con mi historial no podría quedar inmune a las costumbres.
Otro día contestó el teléfono mi hermana. Ella no se puso a seguir la corriente, enseguida profirió su retahíla de insultos aprendidos de memoria y tiró el auricular. Ahí me pareció que el tipo este se había salido de la raya, que intente jugar con mi resistencia mental y busque hacerme sentir pecadora, no es tan execrable, pero ya lo de hacerme mala publicidad con miembros de mi familia, se pasaba de los límites permitidos. Después de ese incidente no volvimos a intercambiar miradas de las que atraviesan las persianas echadas de los párpados, ni palabras de las que se enganchan al tobillo y van golpeando la acera como una algarabía de latas atadas al coche por los recién casados. Hasta que por culpa de un invierno, nos hicimos amigos de nuevo, aunque esta vez en el mundo virtual.
Hablando de amigos virtuales, hace unos días mantuve una conversación psicosociológica, anaranjada y sonrosada por matices afectivos, con el nuevo Carlos. Sí sí, disímil al que yo creía antes cuando compartíamos lugares de la ciudad a horas diferentes. Atrasamos el reloj muchas vueltas hasta que llegamos al momento preciso en que me buscó en la Universidad un lunes temprano, con un paquete de papel fotográfico que había comprado a primera hora, librándome así de las terribles consecuencias de mi mala memoria. El día anterior había descubierto mi olvido, cuando no tenía opción de encontrar nada abierto donde pudiera conseguir el papel. Se me ocurrió llamarlo a contarle mi drama y preguntarle si de pronto tenía lo que necesitaba. Como no se dio la casualidad, se le ocurrió aparecerse en la U a la mañana siguiente, y con ese gesto de tenderme el papel y rozarme una mano, aprovechar para lanzarme un aforismo inaudible que entendí tan bien.
Ahora, cada uno desde el otro lado de la pantalla, riendo y recordando parajes de nuestra vida, cuando de pronto me hizo una confesión aterradora. Durante años ha recolectado fotos mías y ahora cuenta con una buena colección. Quise saber cómo las había conseguido, pero él se limitó a asegurar que fue fruto de un trabajo periodístico sin más. Con mi curiosidad lo empecé a presionar, pero él, igual de zoquete, no soltó mayor detalle. De tanto insistir obtuve un dato crucial: las fotos no eran sólo fotos. Había primerísimos primeros planos que enfocaban los subterfugios de los rincones del deseo.
Ja ja ja, vaya imaginación tenía Carlos. Pero no, esta vez no se trataba de una de sus creaciones literarias, era purita verdad. Empecé a entenderlo todo cuando me dio detalles sobre el falso falo verde que compré en una tienda de artículos sexuales, por hacerle el favor a mi hermana, quien quería mandarle unas fotos pispas para mayores de 18, a su novio que se había ido para el imperio en decadencia, EEUU. Para ella era demasiado bochornoso ir a comprar “eso”, y como sabía que yo era tan desvergonzada, no le costó trabajo convencerme. Luego le dejé mi Pentax de 18-55 mm, en su habitación monté el escenario con un foco prestado, le puse el trípode y le enseñé el botón de obturación retardada que debía utilizar.
Al otro día, me dio el negativo y pidió encarecidamente las revelara con total confidencialidad. Hice mi juramento, a nadie se las mostraría, ni me quedaría con copias ni negativos. Llegué a la U muy a las siete y me fui directo a laboratorio. Mientras el negativo se secaba aproveché para entregarle un trabajo al profe de antropología y comprar las fotocopias que debía leer para el día siguiente. En la fotocopiadora pasó lo de siempre, querían cobrarme más, era sólo un poco más, es cierto, unos pesos sin importancia con los que no podría comprar ni una caja de chiles –de las grandes, claro-, pero yo me negaba a que se salieran con la suya. No iba a poner medios para que no robaran a los demás, era su problema, pero yo por mi parte no estaba dispuesta a ser una pardilla más de la manada. Por ello me entretuve contando y recontando folios, luego dije con total seguridad que eran 54 hojas y no 59. Una vez recuperé mi moneda, me fui feliz para el laboratorio. En el momento de entrar le vi la cara de pánico a Javier, el técnico del cuarto oscuro, con sus ojos desorbitados y las manos sosteniéndose el poco pelo que le quedaba, me dijo:
- Por qué no me costaste que tenías esas fotos aquí? Si me lo hubieras dicho podría haberlas guardado en una habitación bajo llave.
- Noooo! Qué pasó? Dónde están los negativos?
- Entraron los de 4º a revelar, se encontraron con los tuyos, los montaron en las ampliadoras y cuando se disponían a copiarlas llegué yo. Había como 50 personas haciendo fila por verte, por poco y se los llevan.
Me puse a temblar. Besé los negativos cuando los tuve en mi mano y abracé a Javier con fuerza.
Los días siguientes notaba un ambiente pesado en la U. La gente me miraba, las mujeres me torcían los ojos, murmuraban, reían; los hombres parecían querer masticar mi ropa. No me molestaba. Yo que siempre había huido de espacios tan abarrotados como la cafetería, me volví una clienta asidua. Todos los días paseaba mis pechos bien puestos y mis piernas firmes, por la pasarela imaginaria del lugar; me pasaba la mano por encima del hombro sacudiéndome el pelo, mientras giraba engreídamente la cabeza, sin saludar a nadie, pero sonriendo.

lunes, 12 de octubre de 2009

Los vapores del hamman


Era el cuarto día de Ramadán. Nos bajamos del ferri desplegando los ojos a la espera de ser sorprendidas por una tierra nueva, y el caos del tercer mundo no se hizo esperar. La española, a veces maravillada, nos hacía maravillar también, pero muy pronto las reminiscencias de nuestras raíces nos maltrataban. Con el montón de gente en las calles caminando despacio, la cubana pensaba en la isla real maravillosa donde el concepto del tiempo es tan diferente, donde a nadie le preocupa esperar una hora el autobús y el tren puede pasar a cualquier hora; y yo pensaba en esa Colombia estridente que me llevó a necesitar una nada pequeña dosis diaria de sertralina. Todos dicen que hicimos muy mal en venir en época de Ramadán porque todo está muerto, es verdad que cada día nos cuesta un buen rato encontrar restaurantes abiertos antes de las 19 horas, pero también es verdad que gracias a eso apenas hay turistas y la mayoría de lugareños, durante el día, está en sus casas rezando y descansando, en una palabra, haciendo más fácil sus horas de ayuno. Lo que he visto de estas ciudades es un caos grotesco, no quisiera ni imaginarme lo que sería este país en situación normal.
Kilómetros de playa con nada más que unos pocos hombres que refrescaban su chilaba bajo el rumor de las olas, y de repente presentimos a un barbudo langaruto, las rocas parecían crujir con él en medio, eran el escondite a su cuerpecillo desvalido. Su capucha respingada ojeaba al cielo, parecía no inmutarse por el arribo del pecado, orquestado con la oración liberadora de su mano en la entrepierna. Su pulso seguía acelerándose mientras continuaba mirando, aceptando el ángulo de visión mediocre que tenía de nosotras, pero sin probar a acercarse, ni decir una sola palabra. Así que nos dejamos mirar sin miedo, guardando silencio para no molestar.
Para la gente no éramos más que tres mujercitas del primer mundo viendo la miseria a través de la ventana, quizá para regodearnos de nuestra suerte y así olvidarnos de nuestro monótono, triste y desabrido mundo. Nos veían como billetes con piernas, nos ofrecían insistentemente cientos de cosas, nos pedían dinero, nos castigaban doblando o triplicando los precios de todo, incluso de un plátano o de una botella de agua -que luego descubriríamos estaban falsificadas. Sí, reciclan los pomos que se encuentran, los rellenan con agua de la llave y habilidosamente los hacen parecer herméticos, como salidos de fábrica-. La cubana y la española, siguiendo al pie de la letra las indicaciones recibidas en España, muy responsables y cuidadosas, compraban su agua en las tiendas con mejor aspecto de la ciudad; pero yo, desconfiada, y resignada a contraer diarrea, me atragantaba con agua del grifo y con otra cogida de la montaña por los niños bereber que pululaban en los caminos. Ellos la adornan con una hoja de laurel que deja un mal sabor de boca, pero con este sistema de la hoja flotando, obviamente, no se toman la molestia de hermetizar la botella, y entonces de este modo no me sentía engañada y la compraba sin más.
Como en viaje que se respete, había rencillas entre nosotras, nos disputábamos el liderazgo, argumentábamos el paso a seguir, nos contradecíamos, regañábamos e ignorábamos, teníamos los nervios ondulados, inmanejables, a veces ya cansadas de pedir rebaja y de intentarlos disuadir para que nos cobraran lo que era, nos dejábamos timar sin rechistar, pagando dos kilos de fruta sabiendo que había uno y medio. La tristeza, impotencia y todo junto se nos atragantaba. Derrotadas sacábamos fuerzas de no sé dónde para redimirnos otorgándole la culpa a la otra, liberadas seguíamos andando.
Cerca a la Kasbah de Tánger nos detuvimos a comprar un pan redondo y calientito que bien podría tener funciones de “frisbee”, y en nuestra tan acostumbrada indecencia nos malentonamos con el vendedor. En esas llegó María, una transeúnte cualquiera, tan española ella, con su olor a cebolla jugosa recién partida, como para hacer llorar. Ella con su batola de flores rojas y azules nos metió nuestra merecida regañera diciéndonos que el precio pedido por los panes era lo justo, que qué nos estábamos creyendo y que pagáramos o nos fuéramos. Cuando nos disculpamos diciendo que era nuestra primera vez en Marruecos y la primera vez que salíamos de nuestro pueblo, se ablandó María. Menos mal no se quiso fijar en la entonación de Carmen y la mía, las cuáles distaban mucho de las de una española de cuna. Terminamos paseando tras ella por las callejuelas de la medina, mientras escuchábamos su vida, que si la guerra civil, que si la dictadura, que con 16 años había huido de todo eso a trabajar a Marruecos, que allí había hecho su vida y se había casado con un árabe que, pese a su esfuerzo, no consiguió convertirla en musulmana. Nos dejó en un restaurante de aspecto sucio que nos recomendó y se despidió riendo.
Luego fuimos a la estación de autobuses a averiguar los horarios y destinos para el día siguiente. Eva, con su francés fluido venido de los cuatro años que pasó en Marsella, hablaba con uno y con el otro. Tantas voces e información viniendo de todas partes la sacaron de quicio.
- No hay autobuses, los que hay salen a las 11:00 y regresan a las 15:00, con lo cual no podemos ir y venir el mismo día, éste país no está preparado para el turismo-sentenció- y tú, Carmen, llevas varias semanas estudiándote Marruecos y no has aprendido nada, ni sabes los lugares a los que vamos a ir, ni mucho menos cómo llegar.

Carmen, ofendida, la puso bajo un árbol amarillento, tan propio de estos paisajes desérticos, y le dijo que tomara aire mientras ella y yo íbamos a preguntar. Eso hicimos, cogimos nuestra libreta y transcribimos los horarios que estaban puestos en los tablones, luego encontramos a un hombre que con su español atropellado nos reveló algunos misterios de este país que no entendíamos. Muy bien, al otro día volveríamos a la estación, tomaríamos un taxi rumbo a Asilah. El hombre aseguró que nos cobrarían 20 dírhams (unos 2 euros), nosotras con nuestra desconfianza habitual se lo preguntamos a dos personas más, quienes nos repitieron lo mismo. Y volvimos triunfantes al encuentro de Eva, que seguía bajo el árbol amarillo.
Gritos, música, oraciones, el sonido amplificado violándonos, poseyéndonos, estallando por dentro cual bomba de 100 kilos puesta por la Eta o las Farc. Sin los tapones de mis afectos, que siempre llevo en el bolso para huir de situaciones extremas como esta, no habría sobrevivido para contar esta historia.
Carmen y Eva caminaban sin reparar en los machos jadeantes que nos miraban como su presa, mientras yo las miraba con envidia intentando entender el porqué yo me empeñaba en prestarle atención a esa bobada. Desde los muchos taxis y autobuses que tomamos, veíamos de frente, bueno, más bien de lado, las terrazas de verano en las que se sentaban los tíos antes de las 19 horas con las radios a toda ostia, esperando la palabra clave que anunciara el fin del ayuno. Ellos allí, tan tranquilos, con una vasija pequeña de harira, que es una sopa de fideos, guisantes y maíz; un vaso de leche y un dátil, y sin ansiedad alguna, luego de masticarse las palabras, metían suavemente la cuchara, llenándola sin sobresaltos. Al terminar se dedicaban a mirar al desprevenido que pasa, con las sillas ordenadas en filas y orientadas a la calle, o sea que la gente no está una en frente de otra, simplemente es más divertido descubrir desconocidos que repasarse una cara que ya te sabes de memoria. Machos y más machos, los machos en el bar y las mujeres en sus casas haciendo sus labores o caminando con los niños, o sólo sentadas en un poyete mirando también.
El día que fuimos a visitar Asilah, las 3 discutimos otra vez por una mezcla de costumbre y hastío. De camino a la estación Carmen y yo comentamos que el taxi cobraba 20, pero que no estábamos seguras de si era por taxi o por persona. Era absurdo que costara lo mismo un recorrido de 40 kilómetros que del hotel al centro de Tánger, así lo dijo la española y tenía razón. En la estación se nos acercaron 4 taxistas, proponiendo un precio diferente cada uno. Eva, con su rostro enrojecido intentó negociar con un muchacho que parecía bonachón. Nos montamos en el taxi, discutieron, nos bajamos, nos volvimos a montar. La letra chiquita era que costaba lo dicho pero llenando el cupo de 6, o sea que si nos íbamos solas tendríamos que pagar el doble. A la cubana y a mí nos pareció más o menos lógico el argumento del muchacho, deduciendo que nadie nos lo había explicado porque lo daban por sobreentendido, disculpándolos en parte; la portavoz pensaba que nos habían engañado como a niños y así lo dijo.
Bueno, entre discusiones bizantinas como estas, que no vienen al “cuento”, nos entretuvimos el resto de días que pasamos en el país.
Llegando a las casas azules de Chaouen que emulan el agua íbamos malencaradas, las supuestas dos horas y media de viaje se habían convertido en tres y media, en un autobús destartalado, cuyo aire acondicionado era la ausencia de puerta. Sobre la marcha la cubana decidió que se iría para Fez, yo por mi parte dije que me quedaría allí bebiendo té verde con hierba buena, pues no me compensaba aguantar 5 ó 6 horas más de viaje para ver más moros y más Medinas. Estaba claro que a ninguna de las dos nos daba miedo quedarnos solas, más producto de una combinación de imprudencia e ingenuidad, que de valentía; así que Eva podría decidir libremente si se iba o se quedaba. Cuando se decantó por la ciudad imperial, Carmen sacó del bolso unos folios arrugados que hablaban de Fez, empecé incrédula, pero terminé cediendo y montándome al autobús, esta vez cómodo, con aire acondicionado y semi vacío.
Tan pronto el autocar paró quisimos comprar el pasaje de regreso, pero sólo había a las 11:00 ó 23:30, nada entre medias por el Ramadán, entonces decidimos esperar al día siguiente para averiguar otras opciones. Una vez en la medina encontramos hotel y caímos privadas. Temprano nos metimos en las profundidades de esa medina de 46 kilómetros, 94.000 callejuelas, con pasadizos, escondites, calles torcidas y angostas por donde pasan los burros, así que tienes que estar al rojo vivo, pegarte a la pared como una lapa si no quieres terminar aplastado por aquellos animales de paso lento. Pasando por esos rincones medievales nos detuvimos a comprar unas chilabas, de segunda mano y que olían mal, pero baratas y bellas. Entre basura, excrementos, cabezas de vaca, moscas, dulces de frutos secos, especias, gritos, llorones y pedigüeños, de pronto una puerta que parecía hecha de punto y cruz se alza imponente, entreabierta, dejando ver el Riad que guarda. De este modo, nos sorprendimos muchas veces, cuando menos nos lo esperábamos, toma palacio! O una mezquita con paredes de arabescos que parecen acolchados e invitan a una siesta, como las que se echan los marroquíes dentro, luego de haber rezado inmediatamente después de la ablución en la que se enjuagan tres veces el brazo derecho, el izquierdo, la cara y los pies, en la fuente del patio principal.
Y también, de repente, el barrio de olor nauseabundo, que huele a cuero y caca de paloma y del que te tienes que proteger con una rama de hierbabuena. Allí estaban los hombres metidos de cuerpo entero en gigantes albercas de colores donde curten la piel. Hombres bañados de porquería cargando las láminas que servirán de bolsos y zapatos, y sin preocuparse por el reumatismo del que no se salvarán.
Al final del día olíamos mal, sin podernos despegar el olor de la ciudad nos compramos unas bragas y nos metimos al hamman. En la taquilla había una mujer delante nuestra, vimos que compró dos jabones, uno en barra color crema y otro amorfo, marrón oscuro, que se arrancaba con los dedos y se deshacía entre ellos. Le preguntamos lo que costaba –para evitar que el hombre nos dijera lo que le parecía-, la chica tenía unos 32 años y estaba embarazada, al ver que éramos nuevas en esto del baño árabe, nos mostró sus esponjas y nos hizo señas para que compráramos unas cuantas. Entramos. Lo primero que vimos fue a un grupo de cuatro voluptuosas mujeres en el mostrador, con los senos colgando. Luego había que coger dos cubos grandes y una tarrina, llenar los baldes de agua hirviendo para lanzar sobre la zona en la que nos sentaríamos, recostándonos a la pared como todas. Después venía el ritual de pasarse la esponja áspera con ensañamiento, hasta dejarse el cuerpo color rosa y arrancarse todo vestigio de células muertas. Madres e hijas raspándose mutuamente y echándose en sus pieles, a veces agua fría y otras caliente. Algunas llevaban allí más de dos horas, y todavía les quedaba un rato. Nosotras, sin el valor suficiente nos pasamos la esponja con cuidado, mientras las demás nos miraban y reían. Entonces se nos acercó la misma que nos encontramos en la entrada y nos empezó a arrancar tiras de piel muerta de la espalda, que caían asquerosas sobre el suelo quedándose entre baldosa y baldosa; luego llegaron dos de las mujeres del mostrador a lavarnos. Olían a axilas penitentes después de una semana, mínimo, de no haber sido pasadas por agua. Nos embadurnaron del jabón chocolate, nos pasaron la esponja dura hasta por mitad de los senos, nos levantaron los brazos y dieron la vuelta igual que a muñecas de trapo, nos estiraron los huesos y nos amasaron como a levadura, alternando siempre el agua fría con la caliente contra nuestras coronillas acaloradas.
Al salir, medio emparamadas –no llevábamos toallas- sentíamos que nuestros pies iban solos, con los músculos aflojados y pieles nuevas nos montamos al autobús de las 22:30, que pillamos en otra estación y, extrañamente, costaba la mitad del averiguado la noche anterior. Cuando ya no teníamos escapatoria, el habitáculo se llenó a tope. Antes de arrancar se montó una procesión de vendedores ambulantes a ofrecer desde el agua de botellas recicladas hasta gritos de imanes mal grabados en CDs, el último fue un manco que repetía las mismas tres palabras, se señalaba con su mano el muñón del otro lado e iba paseándolo triunfal por cada silla, como si de un trofeo se tratara, y casi metiéndotelo a la boca.

Por fin arrancó el bus, madre mía! Pero el alivio sentido duraría poco, la silla de delante oprimiendo las rodillas y el frío se metía por la compuerta del techo que iba abierta. Ellas medio dormidas aguantando como podían; yo con las manos metidas dentro de la camiseta que me subí hasta tapar la nariz, sujetando su cuello a mis orejas. En medio de este viaje interminable sacamos las chilabas. Sin tener más remedio que ponernos encima esos trapos sucios que olían a más que sudor, y sin pensar en que las pulgas obtendrían su banquete con nosotras, caímos en un sueño profundo.

Serenata de agua

El aire corría suave, los cojines acuñaban la espalda y mirábamos a través de las rodillas dobladas sobre el pelo parejo de la alfombra. El hombre nos trajo un espumoso té con un dulce que efervecía en la lengua, y empezó a sacar, una por una, la colección que tenía.

- «Na’am» para dejarla en el suelo y «Laa» si no les interés.

«Laa» gritaba la catalana, «Na’am» se aventuraba el holandés, y el luxemburgués sólo reía y miraba. La colombiana se dejó enamorar por los tejidos bereber venidos del desierto, con esas figuras repujadas que ya soñaba colgadas en su habitación como un cuadro sin marco para tocar en las noches de desvelo. Entonces sus ojos la delataron y se unió al juego. 350 dírhams pidió el bigotudo rechoncho. Ella ofreció 100. Él le dijo 250. Ella insistió en que más de 100 no daba. Él le habló de la dificultad de los telares y de los largos meses de trabajo. Ella se puso a pensar en los rostros ennegrecidos de los hombres del desierto, así que, fuera de sí, se le escapó un 120. Él, empeñado en vanagloriar la obra de arte que teníamos ante los ojos, la presionó diciendo que lo mínimo eran 150. La cubana, triste de que su amiga se quedara sin la alfombra le ofreció los 30 que faltaban; pero ella intransigente como era cerró diciendo 130 y no va más. El pelirrojo de Luxemburgo y la catalana de cabello lacio, que se movía como aleteado por su propia respiración, se llevaron también una alfombra cada uno, de esas de doble faz que se pueden usar dependiendo del estado de ánimo.

Llevaban en bolsas negras la compra. Los europeos con el ceño semiarrugado se fueron preguntando precios en cada nueva tienda.

- Pagues lo que pagues de estos sitios siempre se sale con la sensación de haber pagado más de lo que era – les dije.

- Si, además nosotros como no venimos de la cultura del regateo se nos ve poco diestros, a veces obtusos.

- O casi siempre.

Se relajaron pensando que habían comprado ejemplares hermosos y únicos y sabiendo que era mejor sumirse en la ignorancia para seguir sonriendo el resto del viaje. Continuamos caminando, al dar la curva nos encontramos de frente con una fuente al mejor estilo árabe, con piedrecitas diminutas de colores rodeándola y que le daban visos de arcoíris al agua que brotaba. En medio colgaba un vasito de plástico rosado del que todos bebían. Las niñas sumergían la lengua, hinchaban los pómulos y le lanzaban el agua a unos narcisos blancos y amarillos, que parecía habían crecido por error en una amplia grieta del cemento. Después de cumplir con su objetivo de duchar de pies a cabeza a las flores, se percataron de nuestra presencia, dijeron algo incomprensible, llenaron el vasito rosa de agua fresca y me lo dieron.

- Me lo bebí de un sorbo y les dije «sucran». Ellas rieron a más no poder y se fueron. Más adelante me enteraría de mi error, puesto que «sucran» significa borracho, nada que ver con el «shokran» con el que les quise agradecer. El holandés, la catalana y el luxemburgués siguieron su camino, entonces nos quedamos Carmen, Caro y yo recorriendo los milyunochescos laberintos de las calles de la media de Fez.

Un paso más y nos topamos el olor a especias y el sabor de los dátiles poniéndosenos en el paladar. Otro paso y el polvo metido en sacos de hule separado en 11 colores fuertes expuesto para comprar a granel. Era la hena que usaban las mujeres para adornar sus manos y sus pies. Ellas, tan poco interesadas en escotes y ajustes que delineen sus curvas, dejan todo su erotismo a la mezcla de colores y formas que trenzan por sus nudillos, se separan y se buscan por entre los dedos, en un ejercicio de sensualidad en toda regla. Por las calles sólo veía los dedos de esas mujeres cubiertas y la silueta de los cuerpos bien hechos de esos hombres que invitaban a soñar.

Ahora me acordaba de los camellos que había por los caminos, sobrepuestos al cielo y al mar. Cuando estuvimos en las grutas de Hércules – ese lugar mitológico donde el héroe solar descansó después de separar África de Europa- viendo cómo las rocas caprichosas esculpieron sobre sí mismas el mapa de África, de camino al Cabo Espartel, nos encontramos con aquel animal cuasi sagrado bañado en oro. Su caca es utilizada como pomada eficaz para el dolor de cabeza, y por 15€ se puede conseguir un litro de su leche, preciada por valores afrodisíacos capaces de animar al macho más arisco. Así que ahora viendo este desfile de hombres con batas tan fáciles de poner y de quitar, era imposible no jugar a adivinar cuál de ellos había bebido del líquido bendito.

El día que visitamos Asilah no hacía tanto calor, a pesar de estar en pleno agosto, los vientos cargados de arena del Sahara estaban tranquilos. Al llegar nos encontramos con una ciudad chiquita pero despampanante, de calles estrechas y empinadas desde las que se ve el mar. Por allí paseamos respirando la calma que no volveríamos a encontrar ni en Tánger, ni Chaouen, ni mucho menos aquí en Fez.

Durante todos estos días nuestra principal labor ha sido congelar imágenes que nos servirán para el número de Marruecos que publicaremos el mes entrante en la revista. Entre tanta foto mala hemos conseguido alguna que otra buena, no exenta de sudor, puesto que la mayoría tuvimos que tomarlas a escondidas, con mucho cuidado de no ofender a su Alá. Cuando el hombre representa está incurriendo en competencia con el Creador, además la fotografía puede ser una promulgación del culto al cuerpo y a la estética, valores que los musulmanes no comparten. Así que con la cámara al cuello, obturábamos el diafragma sin mirar, o se ponía una de nosotras delante de la persona-objetivo posando a ser el centro de la foto, mientras la otra hacía la que enfocaba para otro lado y disparaba. Pero el truco no siempre funcionaba, a veces uno que otro nos regañaba con una voz salida de debajo de la barba, haciéndonos correr. Desde niños aprenden la regla, incluso los más pequeños al vernos levantar el objetivo agresor comenzaban sus negaciones y a usar sus manos para cubrir su rostro.

En las calles se veía gente sentada en sus sillas leyendo el Corán, rezando o escuchando el paso del tiempo; hombres, muchos hombres dándose muestras de afecto que nada tienen que ver con la homosexualidad, entonces sonreí viendo a ese señor arrodillado frente al viejo que descansaba en su silla, con un brazo sobre su pierna y con el otro cogiéndole la mano.

Luego de una caminata de 8 horas por la medina de Fez nos dieron las siete de la tarde, en segundos la calle se quedó limpia de gente: era el momento de comer. Aunque nos sentíamos aliviadas del barullo, empellones y los constantes ofrecimientos de hachís; por otro lado sabíamos que era la hora a la que el riesgo de tres mujeres solas en Marruecos se triplicaba, pues hasta la policía estaba comiendo. Y en esas se nos acercaron dos muchachos de dientes marrones ofreciéndonos su virilidad, otra vez pensé en los camellos, por lo que tuve que ahuyentar mis pensamientos con un abanico típico español. Al final se fueron conformados con el billete de les dimos.

Las sombras agrandadas de las frutas desperdigadas sobre el cemento, nos asustaron, entonces buscamos refugio a nuestros miedos en un baño típico árabe. Corría el agua, desnuda, sin tapujos, ni vergüenzas. Las cabelleras negras y largas, por fin libres de velo, brillaban entre las gotas de agua, las figuras pintadas en sus manos y pies empezaban a desfigurarse, a dejar su piel en una limpidez que asustaba. Después de haberlas visto en la calle guardando su honor de las miradas masculinas, allí estaban, con sus pezones, viscos, puntiagudos o agachados; tan libres de pudor. Me gustaba escuchar correr el agua hirviente y verla caer en mi piel achicharrándome el cuello, para luego chorrear el agua fresca de la coquita recién llenada, por los dedos de los pies, llenarla otra vez e ir subiendo.

Al salir, por el mismo pasillo por el que habíamos entrado, descubrimos una escalera. Subimos sigilosas pensando en que podría ser algo prohibido, pero no encontramos nada surrealista ni espectacular, sólo una habitación vacía con una pipa de esencia de frutas y una ventana. No era una ventana cualquiera, era una celosía antigua desde la que seguramente alguna mujer había mirado sin ser observada. Carmen desenrolló la alfombra y se sentó a pensar.

Eva y yo plantadas viendo a la gente que pasa hasta que nos dolieran los ojos. Desaparecí unos segundos en busca de un cuarto de baño, y me llené de odio, de nuevo me tocaba orinar en un baño turco, un plato de ducha con un agujero en medio que olía a batido de excrementos, con un grifo y un cubo para despedir una parte de porquería. Mareada, como pude, en cuanto entré me quité los pantalones enteros, los colgué en la puerta para evitar que se escurrieran y tocaran el suelo infesto. Cuando me levanté, los pantalones habían desaparecido. Me quedé allí un largo rato, gimiendo de rabia, respirando los hedores de otros cuerpos, y culpándome, sí, sobre todo culpándome por haberle devuelto a Eva sus ojos de europea.