domingo, 17 de enero de 2010

Así era la que no fue

Sus vellos olían a páginas recién salidas del horno, que yo enloquecía por pasar uno por uno con mis dedos pulgar e índice humedecidos por la boca. Cuando se quejaba por mis insultos, su mirada sonaba igual que el chasquido de una hoja que se arranca. A veces quería abrazarme, rozarme una mano, pero yo no la dejaba; le decía que no soportaba que me tocaran, quizá porque mi padre era alemán yo había salido con su carácter de pálido del norte, aunque mi piel curtida no dejara ver ni una sola gota de sus genes. Ella con sus ojos grandes y redondos me clavaba una mirada recriminadora que borraba cualquier resquicio de padre imaginario y me dejaba desnudo, sin una razón para no dejarme querer.

Entonces empezamos nuestros juegos. Yo me agachaba para olerla detrás de las rodillas y cerca del coxis, por encima del triangulito de tela que cubría el principio de sus nalgas. Sin embargo, la imagen del perfecto idiota de su novio me hacía tratarla con rabia. Yo le decía que la quería, empero me reía de su forma torpe y dejada de caminar y de sus versos disparejos de pieles carmelita y humedades.

Un día, sólo un día, aprovechando sus miedos infantiles, le dije que me la llevaría para un sitio alejado, en las montañas, que la secuestraría para siempre; Diana se lo creyó, tanto que comenzó a correr. Y yo detrás amenazante hasta que la alcancé. Gritó y después lloró. Entonces me quité la camiseta para secarle las lágrimas y cuando ya estábamos riendo otra vez le robé un beso. No obstante, fingí que había sido una broma de mal gusto, una hosquedad de esas tan mías para fastidiarla. Se fue enfadada, no sin antes comentar que yo daba una de cal y otra de arena.

A los días, al escuchar su voz displicente y sus negativas a verme, en una llamada le juré que me iría para Alemania y que, de este modo, nunca más volvería a saber de mí, la dejaría en paz como quería. Así que vino esa noche a dejarme una carta suplicante para que no lo hiciera. Menos mal! Si no me hubiera tenido que trastear a quién sabe dónde. A partir de allí seguimos viéndonos como los mejores amigos, eso decía Diana o eso quería creer, y haciendo fotos de galerías y caños nauseabundos, hasta que la traté mal otra vez; le insistí en su mediocridad recalcitrante y le auguré un fracaso seguro. Me mandó a la mierda y, aunque atestiguó que para siempre, a los años reapareció con una llamada desde el viejo continente. Me restregó su vida palaciega y rió de forma escandalosa sin decir que me quería, ella era de esa manera, de las que se negaban a nombrar sus afectos.

Una mañana, antes de ir a la matinal del centro la llamé para hacerle mi declaración de amor.

- Tengo fotos tuyas por toda la habitación. Mi mamá preguntó si eras una artista de rock, como los demás que te rodean en la pared. Me acuesto mirándote y cuando abro los ojos también está ahí tu imagen estampada. Luego me levanto y hago lo que hacen todos los hombres por la mañana.

Diana no dijo nada, como era lo normal. No supe si se había enojado, pues siguió hablando con su dejadés de siempre sobre aquel Péndulo de Foucault que no se aguantó y, por supuesto, al final lo estropeó todo con una frasecita manida de esas ecológicas, muy preocupada por el calentamiento del planeta y por lo poco que se reciclaba. Exactamente se quejó porque no podía mandar a arreglar su cámara fotográfica, ya que, “en el primer mundo la gente no repara nada”, para ellos es tan simple como comprarse un artículo nuevo. De ahí saltó al exceso de basura, aquellos tontos desasosiegos de un ser que vive una existencia, tan tranquila y aburrida, que tiene que darle sabor inventándose problemas.

Eso sí, al otro día fue ella quien llamó y antes de colgar me increpó con una pregunta que se me metió a un ojo como si fuera un sucio -Por qué nunca me besaste?- lo escupió de una sola, desprovista de su habitual ternura. Hmm, este es del tipo de cosas que se dicen si te protegen hijuemil leguas. Así son las mujeres, pensé, y un largo silencio me invadió.