viernes, 25 de diciembre de 2009

Mi círculo de piedra

A eso de las siete de la tarde era de noche. Abrí por enésima vez la maleta para revisar si estaba todo, pero qué era todo? No lo sabía, sólo tenía claro que necesitaba ropa de abrigo, un diccionario de inglés y muchas ideas de las que pudiera echar mano si mi plan fallaba.
Los atuendos eran insuficientes, pero ya me habían dicho que por esos lares no era difícil encontrar tiendas de caridad que vendieran ropa de segunda mano tirada de precio, así que eso no me preocupaba de más, aunque sí es cierto que me mordí el borde izquierdo de mis labios cuando descubrí que los guantes de cuero comprados el día anterior, horas antes se me habían olvidado en la piscina, después del partido de water polo contra las de Marbella. Él me preparó una lubina en salsa verde y una cebolla caramelizada sobre trocitos tostados de manzana, para que me durmiera con el paladar contento. A la una de la mañana me levanté, con el móvil de linterna alumbré el fondo de la maleta y volví a sacar y a meter todo por puro vicio.
Por la mañana iba de copiloto rumbo a Málaga, repasando los verbos irregulares en inglés. Sabía que una mujer rubia me recogería en el aeropuerto, que se llamaba Lynn y vivía con su hijo de diez años llamado Ross. Eso dijo, faltaba ver si era cierto. Después de todos los correos de familias falsas que recibí cuando comencé mi búsqueda, ya no me fiaba de nadie. Los que ofrecían sueldos que sobrepasaban las 350 libras por semanas no existían de verdad, era una especie de timo que no alcancé a descubrir del todo…
Muchos usaban la táctica de hablar de sus creencias religiosas para parecer buena gente, pero yo a esos tan pronto me preguntaban en qué creía, les respondía que en mí y les cogía animadversión. Otros eran supuestos nuevos viudos, que aún lloraban la ausencia de sus mujeres de cera. Si algo tenían en común todos ellos era que alardeaban demasiado de lo privilegiados que eran y de lo bien que estaría en sus casas, las prebendas económicas que tendría, claro está, y de antemano me decían que sería tratada como un miembro más de la familia. Luego de cuatro o cinco e-mails me mandaban los datos de su agente de viajes para que me ayudaran con la documentación, a lo que les respondía que no me pondría en contacto con ellos puesto que yo hacía parte de la Unión Europea y no necesitaba visa. Pero ellos insistían, decían que para trabajar en el Reino Unido requería permiso de trabajo, pero que no me preocupara pues los gastos correrían por su cuenta.
Entonces llamé a la Embajada de España en Edimburgo y al consulado en Glasgow y a la embajada del Reino Unido en Madrid también, y todas me confirmaron lo que yo ya sabía, que para ser au- pair no hacía falta visado alguno y que la familia tampoco me tenía que asegurar ni contratar, ya que ese era un programa especial de la Unión Europea. Y bueno, cuando les explicaba aquello a las “familias”, jamás volvían a escribirme.
Pero con Lynn fue diferente. Ella nunca se interesó por saber cuántos dioses tenía, ni me habló de agentes de viajes ni visados. Tampoco me pidió mi dirección ni teléfono, sólo me dijo que le diera referencias. Así pues, me limité a pasarle los datos de unos ingleses evangelistas a los que les había dado clases de español unos años atrás. Algo me contó Débora acerca de la conversación, decía que la mujer parecía buena persona, mejor dicho, una familia real; por lo que yo para terminar de comprobarlo la llamé. Es que me parecía muy raro que no se hubiera interesado en hablar conmigo de una forma más… personal, puede ser la palabra, o quizá precisa, que el correo electrónico.
Llegué al aeropuerto de Glasgow y me senté a esperar. Pasaba gente tan variopinta, algunos en silencio, otros parecían inmiscuidos en una conversación que cambiaría el mundo y yo ahí empezando a urdir el siguiente paso. La rubia no llegaba, mala cosa; no obstante no echaría marcha atrás. Pensé en dirigirme al puesto de información turística para conseguir los datos del hostal más barato de la ciudad. Allí dormiría, sobreviviría unos días con mis ahorros mientras encontraba algún restaurante, hotel o algo similar, que me quisiera contratar. Sin duda las cosas saldrían bien, no podría ser de otra manera. Me estiré la camiseta tirando de los hombros y eché a andar, cuando una voz extraña gritó mi nombre.
Nos montamos al coche. Me entretenía viendo las calles al revés y el brillo de las pieles inmaculadas, ella me iba contando de su novio que vivía en Londres y estaba de visita ese fin de semana, del partido de fútbol de su hijo, de su última au pair que duró dos años, etc., etc. Me limitaba a escuchar, sonreír y quizá responder un monosílabo, para más no me daban los verbos aprendidos de memoria.
Cinco de la tarde, el sol ya se había despedido. Entre tinieblas escuchaba la cola de los caballos, el péndulo de los secretos tintinear al otro lado. Cada día salía con el bastón de mi cámara fotográfica para capturar el alma de las cosas y sostener mi soledad en un atardecer de velo púrpura, de rojo avergonzado o simplemente de luto. 40 minutos por caminillos de un verde insultante hasta llegar a Crief, el pequeño pueblo donde el niño estudiaba; por cierto, en el mismo colegio que vio crecer al jedi Obi Wan Kenobi (Ewan Mc Gregor). Y de regreso ya éramos sólo mi cámara y yo, muy atentas a la belleza salida de regla. Tierra de cielo tornadizo entre el azul intenso y el gris tibio, en cuestión de segundos, incluso a expensas de un sol superlativo, puede romper a llover y la gente lo sabe, lo presiente, no le importa. Me llamaba la atención ver el tic-tac de las gotas resbalando por los abrigos.
Me acerqué a un hombre mayor, los surcos de su rostro llevaban una riada salvaje de agua que asustaba, le tendí mi paraguas para que se resguardara, no fuera a pillar un buen resfriado. Él me sonrió con sus ojos, abrió un bolso de cuero que llevaba y me mostró cómo descansaba allí plegado su protector, celosamente protegido de las inclemencias del tiempo. Entonces sacudí mi paraguas y lo guardé también. Nos fuimos caminando, él marcaba el ritmo y la dirección, yo sólo lo seguía. Después de unas horas, cuando la ropa ya pesaba de más, volvimos al mismo punto, de nuevo abrió su bolso, esta vez para sacar un cuaderno y amputarle una hoja. Dibujó un ramo de rosas azules para poner en mi mano y se fue sin decir palabra.
Luego de mis paseos sin rumbo regresaba a casa a planchar mientras veía la tele, al rato tomaba las clases de inglés por ordenador y a mitad de la tarde me iba a consumir las horas junto a La Última Bruja, que desde su tumba ubicada a un paso de Dunning, un pueblo sin importancia, todavía tenía muchas cosas que decir. En su escenario, las monedas apuntaban al horizonte, un corazón de latón colgaba entre las rocas y una muñequita entristecida, parecía encogida esperando la muerte. Esa era la simbología que solían dejar los iniciados, los nuevos brujos que pasaban también a visitarla, aunque en horario diferente al mío.
Después de volver a casa me gustaba amenazar con mi linterna los témpanos de hielo. Vivía en un cortijo en mitad del campo, rodeada de cabras, caballos, conejos, bambies y búhos que estaban aprendiendo a pestañear. Me sentía plena, con la certeza de no querer volver a vivir en la urbe nunca más; ese era un punto intermedio, tampoco significaba renunciar a la civilización porque había un pueblecito a dos kilómetros y Perth, la puerta de las Highlands, estaba a unos 27 de camino. Y bueno, para llegar a Edimburgo o Glasgow sólo había que reservar una hora. Con lo cual, si necesitada de vida social me iba para alguna de aquellas zonas. Entablar conversación resultaba muy difícil, eso sí, al menos me divertía pasando el tiempo preguntándole cosas a la gente, esforzándome por decirle con los ojos que en realidad no me interesaba llegar a tal o cual lugar, pues no tenía rumbo, que lo que quería era remojar palabras en una taza de café.
Elegí un sitio al azar. Me pedí una deliciosa Stella y me senté a examinar a los clientes, uno por uno. Ja, los pantalones les colgaban, por un lado exhibían sus barrigas y, por el otro, la mitad de la carretera destapada que conducía a las zonas más oscuras y mefíticas. No puede ser! Eran apenas las 11:00 de la noche y casi todos estaban como una cuba. Eso era lo normal allí, o había escogido el lugar menos idóneo? Pronto me daría cuenta que sí, era lo habitual, y que muy a la 1:00 estarían vomitando y dándose golpes e incluso cuchilladas. En el momento en que me quise ir, por mi ansiedad de largarme de allí empujé a un chico de mala manera que estorbaba en la puerta. El hombre con cara de buen chaval me dijo “sorry”.
-Cómo puede ser que te acabe de dar un golpe y seas tú el que diga “sorry”? No lo entiendo, de verdad.
Él arrancó a reírse. Y luego saltó con que, hacía muchos años ya de eso, había leído en un libro de instituto que en España la gente cuando salía a comer, solía ofrecer su comida a los demás y los otros, independientemente de lo que quisieran, estaban obligados a decir que no.
- Es cierto?
Me quedé a cuadros. No supe qué responderle, podría ser… era una cosa en la que no me había sentado a pensar. Así que nos sentamos a pensar sin preguntarle al otro si quería (y eso que él era británico y se pasaba de educado). Al llegar la media noche cerraban el lugar, por lo que salimos sin quejarnos. Caminaba hacia el coche y él al lado pisándome la sombra. Se montó conmigo para seguir la charla allí. Se llamaba Stan. Cuando ya había más cansancio que palabras se marchó sin pedirme el teléfono. Yo tampoco se lo pedí, preocupada de si sería admisible o no en su cultura.
Al otro día, mientras cumplía con mi rutina caí en la cuenta de que hacía un mes que estaba allí y que ahora los días se arrugaban a las cuatro de la tarde. La noche en su parto prematuro venía con frío y yo con dolor en la barriga de tanto reír, reía de felicidad, de estar allí. No obstante, me tuve que montar a un avión rumbo a Cuba, junto a Lynn, Ross y su novio. El 31 de diciembre lo celebramos al calor de las pieles curtidas de sol y, claro, comiendo las delicias internacionales que los cubanos jamás probarán. Yo no quería estar allí, me dolía encontrarme de ese lado. Sin embargo, al final le coqueteé a la frivolidad para que viniera a mi rescate y sí que lo hizo, además objetivamente la situación no era para quejarse, tenía vacaciones gratis en una playa paradisíaca del Caribe de pura suerte. Lo lógico sería que me hubieran llevado para que cuidara el niño mientras ellos disfrutaban, que estuviera encerrada, jodida a sus órdenes; pero nada de eso.
Luego de quince días estrujando instantes en mi exprimidor de naranjas volvimos al País del Nunca Jamás. Y a la mañana siguiente comencé un curso intensivo de seis horas diarias de inglés, con lo que mi vida se resumía en conducir por parajes radiantes, estudiar y ayudarle a Lynn a catar vinos del mundo.
Para el fin de semana de mi cumpleaños nos fuimos a la isla de Skye, la misma que saborearon los Ramsay en “El Faro” de Virginia Woolf. El lugar era un derroche de belleza con sus valles de tono esmeralda subido, de acantilados repujados, caminos rocosos, fiordos repentinos, montañas arañadas con las uñas afiladas del viento. Skuy le llamaban a las nubes los nórdicos y como la isla flota entre la niebla, así se quedó. En tres días recorrimos sus 75 km de largo y 22 de ancho, viendo de lejos los lugares de escalada y senderismo y de cerca las mejores destilerías de whisky del país. De regreso, un castillo del siglo XIII como salido de la nada, el Eillean Donan que fue derribado en Brave Heart.
Poquito a poco se empezaron a alargar los días y de repente había 18 horas de luz enfocando el caleidoscopio de colores recién inventado de la tierra. Los lienzos impolutos de las pieles británicas celebraban el sol con el fervor legado de los celtas.
En otra ocasión me fui a Edimburgo a hacer lo mismo de la otra vez. Aunque era de día me pedí una pinta de Guiness, estaba tan espesa que con la espuma hice castillos y conté los diez segundos que permanecieron en pie. Luego me fui a caminar por la Princess Street, a dejarme otear por su castillo imponente que me observaba desde arriba. Al rato me fui a hacer un recorrido por las bóvedas de la ciudad escondida, junto a una mujer que contaba leyendas urbanas, mitología popular de asuntos paranormales. Al levantar la vista para estudiar los rostros de los escoceses que me acompañaban, me encontré con los mofletes de Stan. Qué casualidad vernos de nuevo y en otra ciudad!
Desde ese momento, me comenzó a contar historias de pájaros con nombre y apellido, a traducirme el rumor de los árboles. Como profesor de biología que era amaba la ciencia, pero también le seducía la poesía y los misterios ocultos de la tierra, así que me leía el tarot justo después de darle de comer a sus pececitos de colores. Le gustaba decirme que los dioses estaban de mi lado y yo le creía. Fue él quien me señaló con el dedo las formas de esa Escocia encantada que olía a curry y me enseñó los secretos alineamientos solares y lunares de los Círculos de Piedra que solían frecuentar los druidas, aquellos sacerdotes eruditas del mundo celta. Visitamos la Rosslyn Chapel, la misma capilla encantada del Código Da Vinci, ornamentada con figuras paganas como el rostro de expresión socarrona del Hombre Verde. Aprovechando el coche au-pair que tenía a mi disposición, juntos fuimos a buscar al monstruo del Lago Ness y recorrimos lugares como la casita en la que vivía Barrie y donde nació Peter Pan, las abadías del oeste del país, incluyendo la Melrose, donde según la leyenda popular yace el corazón de William Wallace, la casa de Walter Scott y la pequeña Stirling donde los valientes lucharon contra los ingleses por su libertad.
Stan me pedía permiso para peinarme, pasaba sus dedos suaves y pálidos por mi pelo negro y siempre me pedía que anduviera descalza por su casa para verme los pies. A las 12:00 sacaba su juego de cartas, me hacía barajarlas para empezar con su ritual de predecir mi futuro y aunque no me generaba mucha expectación, era el mejor plan que había. Al principio me decía cosas muy generales, de las que le pasan a todos, como por ejemplo, “vas a tener un fuerte altercado”. Cuando nos volvíamos a ver me preguntaba si había sucedido y yo le decía que sí con pereza, sin duda esa no era prueba de nada. Sin embargo, cada día que pasaba afinaba más sus vaticinios, con cosas como “tu madre te llamará a las 3:00 de la tarde” o “te regalarán flores en la calle”.
Con lo primero pensé que, una vez más, había sido cuestión de suerte, pero lo de las flores sí me sorprendió, porque menos de 24 horas después, mientras estaba en la cafetería Costa saboreando un gigante y delicioso Late con chocolate espolvoreado, se me apareció el anciano de la otra vez con otro ramo de flores azules que sacó del bolsillo de su camisa. Y yo no estaba acostumbrada a tantas casualidades.
- Siempre tiene usted un ramo debajo de la manga?
- Sólo he regalado dos en mi vida – me dijo.
- Y éste desde cuándo lo tiene?
- Cinco minutos antes de verla. No sabía por qué tenía tanta necesidad de dibujarlo, pero cuando la vi lo entendí– aseveró.
Esto me pareció muy pero muy raro. Cómo era posible que Stan supiera una cosa tan extraña como ésta? Él se justificaba diciendo que desde pequeño presentía cosas, que era capaz de salirse de su cuerpo e irse por allí.
Un día se nos ocurrió inventarnos un juego. Él me mandaría mensajes al móvil en la mañana con predicciones de mi día, pero yo sólo estaba autorizada para leerlos a partir de media noche. Stan decía que era mejor así, dejar que la vida me sorprendiera. Yo le hacía caso. Al llegar de Londres de ver al Circo del Sol, él ya lo sabía de antemano. Cómo lo hacía?
En breve, sus augurios comenzaron a limitarse a él y a mí. Cosas del tipo “me traerás una tarta de queso deliciosa” o “te dormirás en mi sofá viendo la tele”. Cada vez su compañía se me hacía más necesaria, más placentera. Nunca antes me había fijado en su boca, pero de un momento para acá me perseguía, la imaginaba como un solitario en medio de la mesa, como una de las figuras casuales de la pared, la veía aplanada como un separador de libro, veía su boca abierta pidiéndome que soplara, que la inflara y la salvara y soñaba que la acariciaba con mi pubis. Y ahí me dio por pensar que esta historia podía tener un trasfondo maligno, que quizá él tenía un poder extraño que estaba usando para manipularme la mente. Sí, eso era, me había convertido en la esclava de sus caprichos. Lloré, grité de furia.
Así que ese 22 de julio de 2009 que me había invitado a cenar, decidí leer el mensaje a las 6:00 de la tarde, un poco antes de salir, que decía: “tocarás mi boca con la tuya, serás mi musa para siempre”.
Esa noche llevaba con garbo el kilt (falda típica) que, no era secreto para nadie, cubría la entera desnudez. Hicimos el amor tocándonos los dedos de los pies, sólo eso, mientras veíamos a sus pececitos de colores. Sentía que lo quería de siempre, pero me negué a llenar mi boca con su aliento para saberme dueña de mí misma. Y entonces me sentí grande, diosa. Lo dejé que me peinara con sus dedos y que me besara los tobillos con lujuria. Stan se encontraba demasiado triste, se negaba a mirarme. Yo lo sabía, él lo sabía. Le di los dos ramos de flores azules que aún guardaba en mi bolsillo y salí. Igual, sólo faltaba un par de semanas para que estuviera de vuelta en España, una lubina en salsa verde me esperaba y eso nadie lo cambiaría.
No nos deseamos suerte; los dioses estaban de nuestro lado.