martes, 24 de junio de 2008

Derroche de belleza



Después de tantos meses de silencio vuelvo a tener tiempo y por ende algo que contar. Felizmente dejé la librería por nuevos proyectos, letras que tengo que producir desde mi casa con mangas pasteleras de diversos motivos. De nuevo un país desconocido me deja pasar. Esta vez la bota itálica.

Nunca había visto -o si lo había hecho no me había fijado- semáforos de peatones con tres colores… por culpa de estos he corrido como una condenada. Cuando desaparecía el verde y me encontraba en mitad de grandes avenidas, arrancaba a correr como si tuviera un alacrán pegado a la nalga, lo que no me daba cuenta era que el color era amarillo, que tardaba una eternidad en cambiar a rojo y que la gente seguía andando con pausa. Una vez desvelado el misterio de los semáforos empecé a toparme con plazas encantadoras y monumentos emblemáticos sin darme cuenta.





















Estar aquí recuerda a Latinoamérica, los coches saltándose los semáforos y los peatones acoquinados esperando eternamente a que los conductores les cedan el paso, esos deben ser “guiris”, sino harían lo que hay que hacer en esos casos, llenarse de valor para la batalla – a muchos les puede ayudar una bendición- y echarse a andar a ver quién gana. Es divertido.




Embriagada de olor a pasta que cuece, camino por las calles de la exuberante y caótica Roma, me dejo llevar de la mano de mi guía de bolsillo y de mi instinto para morder el alma de la ciudad. Alegre
y ruidosa se ofrece al visitante, miles de bares y cafés instigan a hacer un alto en el camino. Para conocer Roma hay que perderse, merece la pena llegar a la cama con los pies hinchados y palpitando y con la cabeza cansada de tanto soñar. Vulnerable ante el Coliseo, con los poros traspasados por una aguja de croché, veo brillar las espadas en las que se enrollan las venas robustas que se desinflan como globos.

La fabulosa Basílica de San Pedro que desmiente el valor de la austeridad y se nos presenta grandiosa, ampulosa, desbordada de arte. Me olvido de los curas que en busca de un poco de inocencia la arrancan de tajo. Prefiero no pensar en los valores antinaturales de defienden, en la culpa que tienen de la sobrepoblación y el hambre; ahora mismo sólo me importa disfrutar de la perfección de la Piedad con el hijo muerto en sus brazos. Adoro el sentido estético de la iglesia y su servicio a la preservación del arte, a la larga está bien que con la excusa de custodiar el cielo contribuyan al derroche de belleza, que también es una forma de rendirle culto al espíritu, para que lo sigan haciendo ¡juro que pagaría!


La Capilla Sixtina!




























En la Plaza de San Pedro estaba el hombre de vestido impoluto y sombrerito, la gente gritaba
c
ual cantante de rock, me temo que muchos se mueren de ganas por pedirle un autógrafo.





Encubo palabras junto al vino de la memoria, bajo el calor del bus. Tras el rumor de las estatuas y el perfil augusto de los caminantes que con su retina de ventosa absorben la belleza, ahora recuerdo, ahora vivo. La fontana de Trevi, las espectaculares plazas Navona, España y Popolo, lugar perfecto para evocar las noches de magia, vino y poesía de la Colombia que dejé hace tanto. Lo bueno es que hoy todavía me le chupo a la vida su pulpa de mango biche, sin importar dónde cae la noche. Y con la fibra de la vida entre los dientes pasan las horas…