domingo, 31 de julio de 2011

de nuevo


Después de un año -o más- de silencio he decidido reabrir el blog para seguir compartiendo mi mirada opaca de luna escondida.

Dos poetas

Cada uno reconstruyendo ideas sin prisas
la misma sábana
los ojos no se cierran esa noche
vacío.
Los dedos de sus pies apuntan al mismo lado
no se tocan
en su primera vértebra se estrella el aliento de él
y el de ella empana las grietas de la pared.

Poco a poco la respiración acompasada comienza a subtitular
sus silencios
y a dejar rodar esta historia de puntos suspensivos.

Fuego en todo el punto del ecuador
rugidos de serpientes evocando una mano evaporada
que se dibuja en la mirada
y que se convertirá en una metáfora sietemesina y amorfa,
en lugar común, más allá del amor

Trenes de letras


Mi madre me registró Verónika, muy a pesar de mi padre que me quería Corpolina, como bien manda el almanaque Bristol para las féminas nacidas un once de julio. A los pocos meses ya se me veía el carácter fuerte que heredé de mamá, y unos ojos similares a los de él; decían que tenía mirada de aspirante de musa, a veces capaz de inspirar sonetos desgarradores, pero otras eran como dos botes de tinta seca que echaba a perder hasta a la pluma más danzarina. Tenía dedos largos de pianista, pero en lugar de enseñarme a tocar un instrumento aprendía a hacer y deshacer las trenzas en el pelo de mi hermana.
Desde chica soñaba con volar. Casi todas las noches sentía que mi alma se desencajaba de mi cuerpo en el momento de cerrar los ojos. Allí tendida en la cama, acurrucada como un feto asustado, dejaba mi cuerpo para empezar a volar. Me sentía libre.
Turquía fue el primer país que pisé, metafóricamente hablando, porque en realidad vi desde arriba. Le siguieron la India, Groelandia, Uruguay y Vietnam. Pronto llegó la adolescencia y con ellos los novios, que aunque solían tener menos dinero que yo siempre pagaban la cuenta, es lo que toca en cualquier zona del DF que se respete. Y con los novios vinieron también las serenatas de mariachi una vez al mes, lo típico. Poquito a poco este tipo de cosas me empezaron a disgustar más de la cuenta; aunque también es justo decir que de mi país me encantaba la forma que tenía la gente de describir la realidad, las ruinas Mayas y Aztecas, y alguna que otra cosa más que siempre se me olvida.
Para la celebración de mis 15 me pusieron a escoger entre una fiesta pomposa o un viaje a Aruba con un grupo de jovencitas de mi misma edad. Como no podía ser de otra manera me decanté por el azul. Ciertamente ese lugar no hacía parte de mis sueños, pero era la oportunidad de viajar por primera vez fuera de México, y lo mejor, sin padres.
La columna hacía su máximo esfuerzo para mantenerse erguida a pesar de los veinte kilos que pesaba la mochila. Era temprano, así que podía darme el lujo de perderme muchas veces antes de llegar al motivo de estar allí: el museo de Van Gogh. Nunca me habían generado ninguna sensación las “Cartas a Theo”, de hecho, antes de terminarlas de leer se las regalé a un chofer que me dejó subir por detrás. Pero sus cuadros eran otra cosa, olían al óleo de la perfección. Su imagen de cuervos que sobrevuelan el trigo de la muerte, fue el decorado de muchas de mis noches de insomnio. Y en los ratos de apatía, siempre estaban los girasoles ahí, de acompañantes. Soñaba empinándome al lado de girasoles ciegos y gigantes, y que el gesto no sirviera para ver a través de ellos.
Si quería tocar el lugar de mis sueños para eso debía atravesar el Atlántico y más. Día y noche pensaba en cómo podría viajar, en engañar a una red de prostitutas y perdérmeles una vez en destino, o en cazar a un maridito europeo que no oliera muy mal. Tenía pocas opciones, la verdad, habiendo nacido donde nací estaba casi condenada. Pero yo era joven, medio bonita y a veces inteligente; merecía algo mejor que un país chiviado, no? Es verdad que tenía una barriga opulenta, pero para eso estaban las fajas y las blusitas largas y aflojadas, y los buenos escotes, claro! Habría que sacarle partido a la animalidad masculina que borra cualquier capacidad de valoración estética.
Con mi cara extramaquillada, mis tacones de punta y puta, salí directo para el estudio de fotografía. Ahora con esto de los medios digitales, en sólo unos minutos estaba con las fotos impresas bajo el sobaco, rumbo a la agencia matrimonial. Dejé muy claro que quería un europeo, y que si era de Holanda mejor. Me empezaron a llover ofertas. Yo me hacía la interesante hablando de cine y poesía, con la idea de que no se me notara que estaba desesperadita por largarme de ahí. Entonces aparecieron entre los colados por mí, un mechudo escuchimizado que hacía tatuajes y piercings, un empleado de la industria petrolera muy bien puesto, un anciano con mucho dinero que trabajaba en la ONU, un profesor de latín desarrapado y feo como él solo; y un mequetrefe que vivía del cuento. Los demás, quizá eran más normales, pero no me hacían la menor gracia. Me puse a dudar entre el que se moriría pronto –al menos eso creía yo- y me dejaría la herencia, y el hombre sin importancia, me refiero al mequetrefe.
En cuestión de semanas comencé a mantener una bella correspondencia con mi pretendiente elegido, que era búlgaro. A veces me llamaba a mi casa a horas intempestivas, disque porque se le había olvidado calcular la diferencia horaria. El tipo hablaba poco y escribía mucho. Así que empecé a preferir recibir sus correos electrónicos y sus cartas por correo ordinario. El hombre era un escritor de cuentos que estaba en su momento de gloria, se notaba. Pronto nos convertimos en novios formales, organicé una reunión de familia y amigos, y los presenté por videoconferencia. A mí no me importaba que no me regalara flores, ni me adulara como suelen hacer los hombres; a cambio organizábamos cenas a la luz de la pantalla y nos escribíamos alguno que otro verso afortunado.
Decía que le gustaba pasarse horas con los pies en el río, luego caminar descalzo un rato, calzarse y entonces hacer lo de la gente normal, tomarse un café y fumar. Yo sólo pensaba en que se había puesto las medias con los pies sucios, entonces no podía evitar subirle la ceja para reprobarlo sin palabras. Así eran nuestras peleas de novios que aún no se conocen. Poquito a poco la idea de viajar a Holanda se volvía menos importante, los girasoles y su puta madre me habían dejado de interesar. Ahora por lo que vivía era por conocerlo.
Mi mequetrefe decía que vendría pronto para que me fuera con él para Sofía -bonito nombre para tratarse de una ciudad-, pero nunca decía cuándo y ya era costumbre que yo tampoco se lo preguntara. Poquito a poco me empecé a enterar de que mi prometido no vendría ni ahora ni mañana. La paciencia era el eslabón perdido en un mundo donde todo cambia. Así que me las arreglé para marcharme, apañándome nada más que con lo puesto, cepillo de dientes, obviamente, y un par de tangas limpias para lo que pudiera pasar.
Desde el West Higland Line viví mi primera infidelidad, la culpa era de ese paisaje tan bonito que hacía parecer guapa a toda la gente. La segunda empezó en el Orient Express y terminó en un campo de girasoles de Noruega con un campesino de pestañas rojas y pelo negro, rara combinación. Los demás cuernos vinieron uno tras otro, cada vez la conciencia molestaba menos. Aunque cuando salía de cada lugar, volvía a la realidad, exasperada, a escribirle a mi querido búlgaro, quien me alegraba el despertar con sus ramos de palabras. No eran para mí, estrictamente hablando, eran historias de viajes que nada tenían que ver con nosotros, pero que me hacían feliz.
Me era indispensable mezclar el chocolate caliente y espeso con sus letras esponjaditas por la levadura del ingenio. Gracias a sus cuentos recorrí tanto el lejano Oriente, como el África más profunda y la Europa que tan bien conocía. Y gracias a él hacía el amor todos los días como una putica de caché. Si algún día me llamaba, se le pasaba el tiempo hablándome de Sofía; y a mí escuchándolo. A veces, sólo a veces, me miraba en el reflejo del bombín de la puerta y me descubría con la piel prensada por los años, las mismas dos tangas limpias, aún sin estrenar, en el bolso, y los ojos brillantes y perdidos, que todavía no habían vuelto.