lunes, 12 de octubre de 2009

Los vapores del hamman


Era el cuarto día de Ramadán. Nos bajamos del ferri desplegando los ojos a la espera de ser sorprendidas por una tierra nueva, y el caos del tercer mundo no se hizo esperar. La española, a veces maravillada, nos hacía maravillar también, pero muy pronto las reminiscencias de nuestras raíces nos maltrataban. Con el montón de gente en las calles caminando despacio, la cubana pensaba en la isla real maravillosa donde el concepto del tiempo es tan diferente, donde a nadie le preocupa esperar una hora el autobús y el tren puede pasar a cualquier hora; y yo pensaba en esa Colombia estridente que me llevó a necesitar una nada pequeña dosis diaria de sertralina. Todos dicen que hicimos muy mal en venir en época de Ramadán porque todo está muerto, es verdad que cada día nos cuesta un buen rato encontrar restaurantes abiertos antes de las 19 horas, pero también es verdad que gracias a eso apenas hay turistas y la mayoría de lugareños, durante el día, está en sus casas rezando y descansando, en una palabra, haciendo más fácil sus horas de ayuno. Lo que he visto de estas ciudades es un caos grotesco, no quisiera ni imaginarme lo que sería este país en situación normal.
Kilómetros de playa con nada más que unos pocos hombres que refrescaban su chilaba bajo el rumor de las olas, y de repente presentimos a un barbudo langaruto, las rocas parecían crujir con él en medio, eran el escondite a su cuerpecillo desvalido. Su capucha respingada ojeaba al cielo, parecía no inmutarse por el arribo del pecado, orquestado con la oración liberadora de su mano en la entrepierna. Su pulso seguía acelerándose mientras continuaba mirando, aceptando el ángulo de visión mediocre que tenía de nosotras, pero sin probar a acercarse, ni decir una sola palabra. Así que nos dejamos mirar sin miedo, guardando silencio para no molestar.
Para la gente no éramos más que tres mujercitas del primer mundo viendo la miseria a través de la ventana, quizá para regodearnos de nuestra suerte y así olvidarnos de nuestro monótono, triste y desabrido mundo. Nos veían como billetes con piernas, nos ofrecían insistentemente cientos de cosas, nos pedían dinero, nos castigaban doblando o triplicando los precios de todo, incluso de un plátano o de una botella de agua -que luego descubriríamos estaban falsificadas. Sí, reciclan los pomos que se encuentran, los rellenan con agua de la llave y habilidosamente los hacen parecer herméticos, como salidos de fábrica-. La cubana y la española, siguiendo al pie de la letra las indicaciones recibidas en España, muy responsables y cuidadosas, compraban su agua en las tiendas con mejor aspecto de la ciudad; pero yo, desconfiada, y resignada a contraer diarrea, me atragantaba con agua del grifo y con otra cogida de la montaña por los niños bereber que pululaban en los caminos. Ellos la adornan con una hoja de laurel que deja un mal sabor de boca, pero con este sistema de la hoja flotando, obviamente, no se toman la molestia de hermetizar la botella, y entonces de este modo no me sentía engañada y la compraba sin más.
Como en viaje que se respete, había rencillas entre nosotras, nos disputábamos el liderazgo, argumentábamos el paso a seguir, nos contradecíamos, regañábamos e ignorábamos, teníamos los nervios ondulados, inmanejables, a veces ya cansadas de pedir rebaja y de intentarlos disuadir para que nos cobraran lo que era, nos dejábamos timar sin rechistar, pagando dos kilos de fruta sabiendo que había uno y medio. La tristeza, impotencia y todo junto se nos atragantaba. Derrotadas sacábamos fuerzas de no sé dónde para redimirnos otorgándole la culpa a la otra, liberadas seguíamos andando.
Cerca a la Kasbah de Tánger nos detuvimos a comprar un pan redondo y calientito que bien podría tener funciones de “frisbee”, y en nuestra tan acostumbrada indecencia nos malentonamos con el vendedor. En esas llegó María, una transeúnte cualquiera, tan española ella, con su olor a cebolla jugosa recién partida, como para hacer llorar. Ella con su batola de flores rojas y azules nos metió nuestra merecida regañera diciéndonos que el precio pedido por los panes era lo justo, que qué nos estábamos creyendo y que pagáramos o nos fuéramos. Cuando nos disculpamos diciendo que era nuestra primera vez en Marruecos y la primera vez que salíamos de nuestro pueblo, se ablandó María. Menos mal no se quiso fijar en la entonación de Carmen y la mía, las cuáles distaban mucho de las de una española de cuna. Terminamos paseando tras ella por las callejuelas de la medina, mientras escuchábamos su vida, que si la guerra civil, que si la dictadura, que con 16 años había huido de todo eso a trabajar a Marruecos, que allí había hecho su vida y se había casado con un árabe que, pese a su esfuerzo, no consiguió convertirla en musulmana. Nos dejó en un restaurante de aspecto sucio que nos recomendó y se despidió riendo.
Luego fuimos a la estación de autobuses a averiguar los horarios y destinos para el día siguiente. Eva, con su francés fluido venido de los cuatro años que pasó en Marsella, hablaba con uno y con el otro. Tantas voces e información viniendo de todas partes la sacaron de quicio.
- No hay autobuses, los que hay salen a las 11:00 y regresan a las 15:00, con lo cual no podemos ir y venir el mismo día, éste país no está preparado para el turismo-sentenció- y tú, Carmen, llevas varias semanas estudiándote Marruecos y no has aprendido nada, ni sabes los lugares a los que vamos a ir, ni mucho menos cómo llegar.

Carmen, ofendida, la puso bajo un árbol amarillento, tan propio de estos paisajes desérticos, y le dijo que tomara aire mientras ella y yo íbamos a preguntar. Eso hicimos, cogimos nuestra libreta y transcribimos los horarios que estaban puestos en los tablones, luego encontramos a un hombre que con su español atropellado nos reveló algunos misterios de este país que no entendíamos. Muy bien, al otro día volveríamos a la estación, tomaríamos un taxi rumbo a Asilah. El hombre aseguró que nos cobrarían 20 dírhams (unos 2 euros), nosotras con nuestra desconfianza habitual se lo preguntamos a dos personas más, quienes nos repitieron lo mismo. Y volvimos triunfantes al encuentro de Eva, que seguía bajo el árbol amarillo.
Gritos, música, oraciones, el sonido amplificado violándonos, poseyéndonos, estallando por dentro cual bomba de 100 kilos puesta por la Eta o las Farc. Sin los tapones de mis afectos, que siempre llevo en el bolso para huir de situaciones extremas como esta, no habría sobrevivido para contar esta historia.
Carmen y Eva caminaban sin reparar en los machos jadeantes que nos miraban como su presa, mientras yo las miraba con envidia intentando entender el porqué yo me empeñaba en prestarle atención a esa bobada. Desde los muchos taxis y autobuses que tomamos, veíamos de frente, bueno, más bien de lado, las terrazas de verano en las que se sentaban los tíos antes de las 19 horas con las radios a toda ostia, esperando la palabra clave que anunciara el fin del ayuno. Ellos allí, tan tranquilos, con una vasija pequeña de harira, que es una sopa de fideos, guisantes y maíz; un vaso de leche y un dátil, y sin ansiedad alguna, luego de masticarse las palabras, metían suavemente la cuchara, llenándola sin sobresaltos. Al terminar se dedicaban a mirar al desprevenido que pasa, con las sillas ordenadas en filas y orientadas a la calle, o sea que la gente no está una en frente de otra, simplemente es más divertido descubrir desconocidos que repasarse una cara que ya te sabes de memoria. Machos y más machos, los machos en el bar y las mujeres en sus casas haciendo sus labores o caminando con los niños, o sólo sentadas en un poyete mirando también.
El día que fuimos a visitar Asilah, las 3 discutimos otra vez por una mezcla de costumbre y hastío. De camino a la estación Carmen y yo comentamos que el taxi cobraba 20, pero que no estábamos seguras de si era por taxi o por persona. Era absurdo que costara lo mismo un recorrido de 40 kilómetros que del hotel al centro de Tánger, así lo dijo la española y tenía razón. En la estación se nos acercaron 4 taxistas, proponiendo un precio diferente cada uno. Eva, con su rostro enrojecido intentó negociar con un muchacho que parecía bonachón. Nos montamos en el taxi, discutieron, nos bajamos, nos volvimos a montar. La letra chiquita era que costaba lo dicho pero llenando el cupo de 6, o sea que si nos íbamos solas tendríamos que pagar el doble. A la cubana y a mí nos pareció más o menos lógico el argumento del muchacho, deduciendo que nadie nos lo había explicado porque lo daban por sobreentendido, disculpándolos en parte; la portavoz pensaba que nos habían engañado como a niños y así lo dijo.
Bueno, entre discusiones bizantinas como estas, que no vienen al “cuento”, nos entretuvimos el resto de días que pasamos en el país.
Llegando a las casas azules de Chaouen que emulan el agua íbamos malencaradas, las supuestas dos horas y media de viaje se habían convertido en tres y media, en un autobús destartalado, cuyo aire acondicionado era la ausencia de puerta. Sobre la marcha la cubana decidió que se iría para Fez, yo por mi parte dije que me quedaría allí bebiendo té verde con hierba buena, pues no me compensaba aguantar 5 ó 6 horas más de viaje para ver más moros y más Medinas. Estaba claro que a ninguna de las dos nos daba miedo quedarnos solas, más producto de una combinación de imprudencia e ingenuidad, que de valentía; así que Eva podría decidir libremente si se iba o se quedaba. Cuando se decantó por la ciudad imperial, Carmen sacó del bolso unos folios arrugados que hablaban de Fez, empecé incrédula, pero terminé cediendo y montándome al autobús, esta vez cómodo, con aire acondicionado y semi vacío.
Tan pronto el autocar paró quisimos comprar el pasaje de regreso, pero sólo había a las 11:00 ó 23:30, nada entre medias por el Ramadán, entonces decidimos esperar al día siguiente para averiguar otras opciones. Una vez en la medina encontramos hotel y caímos privadas. Temprano nos metimos en las profundidades de esa medina de 46 kilómetros, 94.000 callejuelas, con pasadizos, escondites, calles torcidas y angostas por donde pasan los burros, así que tienes que estar al rojo vivo, pegarte a la pared como una lapa si no quieres terminar aplastado por aquellos animales de paso lento. Pasando por esos rincones medievales nos detuvimos a comprar unas chilabas, de segunda mano y que olían mal, pero baratas y bellas. Entre basura, excrementos, cabezas de vaca, moscas, dulces de frutos secos, especias, gritos, llorones y pedigüeños, de pronto una puerta que parecía hecha de punto y cruz se alza imponente, entreabierta, dejando ver el Riad que guarda. De este modo, nos sorprendimos muchas veces, cuando menos nos lo esperábamos, toma palacio! O una mezquita con paredes de arabescos que parecen acolchados e invitan a una siesta, como las que se echan los marroquíes dentro, luego de haber rezado inmediatamente después de la ablución en la que se enjuagan tres veces el brazo derecho, el izquierdo, la cara y los pies, en la fuente del patio principal.
Y también, de repente, el barrio de olor nauseabundo, que huele a cuero y caca de paloma y del que te tienes que proteger con una rama de hierbabuena. Allí estaban los hombres metidos de cuerpo entero en gigantes albercas de colores donde curten la piel. Hombres bañados de porquería cargando las láminas que servirán de bolsos y zapatos, y sin preocuparse por el reumatismo del que no se salvarán.
Al final del día olíamos mal, sin podernos despegar el olor de la ciudad nos compramos unas bragas y nos metimos al hamman. En la taquilla había una mujer delante nuestra, vimos que compró dos jabones, uno en barra color crema y otro amorfo, marrón oscuro, que se arrancaba con los dedos y se deshacía entre ellos. Le preguntamos lo que costaba –para evitar que el hombre nos dijera lo que le parecía-, la chica tenía unos 32 años y estaba embarazada, al ver que éramos nuevas en esto del baño árabe, nos mostró sus esponjas y nos hizo señas para que compráramos unas cuantas. Entramos. Lo primero que vimos fue a un grupo de cuatro voluptuosas mujeres en el mostrador, con los senos colgando. Luego había que coger dos cubos grandes y una tarrina, llenar los baldes de agua hirviendo para lanzar sobre la zona en la que nos sentaríamos, recostándonos a la pared como todas. Después venía el ritual de pasarse la esponja áspera con ensañamiento, hasta dejarse el cuerpo color rosa y arrancarse todo vestigio de células muertas. Madres e hijas raspándose mutuamente y echándose en sus pieles, a veces agua fría y otras caliente. Algunas llevaban allí más de dos horas, y todavía les quedaba un rato. Nosotras, sin el valor suficiente nos pasamos la esponja con cuidado, mientras las demás nos miraban y reían. Entonces se nos acercó la misma que nos encontramos en la entrada y nos empezó a arrancar tiras de piel muerta de la espalda, que caían asquerosas sobre el suelo quedándose entre baldosa y baldosa; luego llegaron dos de las mujeres del mostrador a lavarnos. Olían a axilas penitentes después de una semana, mínimo, de no haber sido pasadas por agua. Nos embadurnaron del jabón chocolate, nos pasaron la esponja dura hasta por mitad de los senos, nos levantaron los brazos y dieron la vuelta igual que a muñecas de trapo, nos estiraron los huesos y nos amasaron como a levadura, alternando siempre el agua fría con la caliente contra nuestras coronillas acaloradas.
Al salir, medio emparamadas –no llevábamos toallas- sentíamos que nuestros pies iban solos, con los músculos aflojados y pieles nuevas nos montamos al autobús de las 22:30, que pillamos en otra estación y, extrañamente, costaba la mitad del averiguado la noche anterior. Cuando ya no teníamos escapatoria, el habitáculo se llenó a tope. Antes de arrancar se montó una procesión de vendedores ambulantes a ofrecer desde el agua de botellas recicladas hasta gritos de imanes mal grabados en CDs, el último fue un manco que repetía las mismas tres palabras, se señalaba con su mano el muñón del otro lado e iba paseándolo triunfal por cada silla, como si de un trofeo se tratara, y casi metiéndotelo a la boca.

Por fin arrancó el bus, madre mía! Pero el alivio sentido duraría poco, la silla de delante oprimiendo las rodillas y el frío se metía por la compuerta del techo que iba abierta. Ellas medio dormidas aguantando como podían; yo con las manos metidas dentro de la camiseta que me subí hasta tapar la nariz, sujetando su cuello a mis orejas. En medio de este viaje interminable sacamos las chilabas. Sin tener más remedio que ponernos encima esos trapos sucios que olían a más que sudor, y sin pensar en que las pulgas obtendrían su banquete con nosotras, caímos en un sueño profundo.

Serenata de agua

El aire corría suave, los cojines acuñaban la espalda y mirábamos a través de las rodillas dobladas sobre el pelo parejo de la alfombra. El hombre nos trajo un espumoso té con un dulce que efervecía en la lengua, y empezó a sacar, una por una, la colección que tenía.

- «Na’am» para dejarla en el suelo y «Laa» si no les interés.

«Laa» gritaba la catalana, «Na’am» se aventuraba el holandés, y el luxemburgués sólo reía y miraba. La colombiana se dejó enamorar por los tejidos bereber venidos del desierto, con esas figuras repujadas que ya soñaba colgadas en su habitación como un cuadro sin marco para tocar en las noches de desvelo. Entonces sus ojos la delataron y se unió al juego. 350 dírhams pidió el bigotudo rechoncho. Ella ofreció 100. Él le dijo 250. Ella insistió en que más de 100 no daba. Él le habló de la dificultad de los telares y de los largos meses de trabajo. Ella se puso a pensar en los rostros ennegrecidos de los hombres del desierto, así que, fuera de sí, se le escapó un 120. Él, empeñado en vanagloriar la obra de arte que teníamos ante los ojos, la presionó diciendo que lo mínimo eran 150. La cubana, triste de que su amiga se quedara sin la alfombra le ofreció los 30 que faltaban; pero ella intransigente como era cerró diciendo 130 y no va más. El pelirrojo de Luxemburgo y la catalana de cabello lacio, que se movía como aleteado por su propia respiración, se llevaron también una alfombra cada uno, de esas de doble faz que se pueden usar dependiendo del estado de ánimo.

Llevaban en bolsas negras la compra. Los europeos con el ceño semiarrugado se fueron preguntando precios en cada nueva tienda.

- Pagues lo que pagues de estos sitios siempre se sale con la sensación de haber pagado más de lo que era – les dije.

- Si, además nosotros como no venimos de la cultura del regateo se nos ve poco diestros, a veces obtusos.

- O casi siempre.

Se relajaron pensando que habían comprado ejemplares hermosos y únicos y sabiendo que era mejor sumirse en la ignorancia para seguir sonriendo el resto del viaje. Continuamos caminando, al dar la curva nos encontramos de frente con una fuente al mejor estilo árabe, con piedrecitas diminutas de colores rodeándola y que le daban visos de arcoíris al agua que brotaba. En medio colgaba un vasito de plástico rosado del que todos bebían. Las niñas sumergían la lengua, hinchaban los pómulos y le lanzaban el agua a unos narcisos blancos y amarillos, que parecía habían crecido por error en una amplia grieta del cemento. Después de cumplir con su objetivo de duchar de pies a cabeza a las flores, se percataron de nuestra presencia, dijeron algo incomprensible, llenaron el vasito rosa de agua fresca y me lo dieron.

- Me lo bebí de un sorbo y les dije «sucran». Ellas rieron a más no poder y se fueron. Más adelante me enteraría de mi error, puesto que «sucran» significa borracho, nada que ver con el «shokran» con el que les quise agradecer. El holandés, la catalana y el luxemburgués siguieron su camino, entonces nos quedamos Carmen, Caro y yo recorriendo los milyunochescos laberintos de las calles de la media de Fez.

Un paso más y nos topamos el olor a especias y el sabor de los dátiles poniéndosenos en el paladar. Otro paso y el polvo metido en sacos de hule separado en 11 colores fuertes expuesto para comprar a granel. Era la hena que usaban las mujeres para adornar sus manos y sus pies. Ellas, tan poco interesadas en escotes y ajustes que delineen sus curvas, dejan todo su erotismo a la mezcla de colores y formas que trenzan por sus nudillos, se separan y se buscan por entre los dedos, en un ejercicio de sensualidad en toda regla. Por las calles sólo veía los dedos de esas mujeres cubiertas y la silueta de los cuerpos bien hechos de esos hombres que invitaban a soñar.

Ahora me acordaba de los camellos que había por los caminos, sobrepuestos al cielo y al mar. Cuando estuvimos en las grutas de Hércules – ese lugar mitológico donde el héroe solar descansó después de separar África de Europa- viendo cómo las rocas caprichosas esculpieron sobre sí mismas el mapa de África, de camino al Cabo Espartel, nos encontramos con aquel animal cuasi sagrado bañado en oro. Su caca es utilizada como pomada eficaz para el dolor de cabeza, y por 15€ se puede conseguir un litro de su leche, preciada por valores afrodisíacos capaces de animar al macho más arisco. Así que ahora viendo este desfile de hombres con batas tan fáciles de poner y de quitar, era imposible no jugar a adivinar cuál de ellos había bebido del líquido bendito.

El día que visitamos Asilah no hacía tanto calor, a pesar de estar en pleno agosto, los vientos cargados de arena del Sahara estaban tranquilos. Al llegar nos encontramos con una ciudad chiquita pero despampanante, de calles estrechas y empinadas desde las que se ve el mar. Por allí paseamos respirando la calma que no volveríamos a encontrar ni en Tánger, ni Chaouen, ni mucho menos aquí en Fez.

Durante todos estos días nuestra principal labor ha sido congelar imágenes que nos servirán para el número de Marruecos que publicaremos el mes entrante en la revista. Entre tanta foto mala hemos conseguido alguna que otra buena, no exenta de sudor, puesto que la mayoría tuvimos que tomarlas a escondidas, con mucho cuidado de no ofender a su Alá. Cuando el hombre representa está incurriendo en competencia con el Creador, además la fotografía puede ser una promulgación del culto al cuerpo y a la estética, valores que los musulmanes no comparten. Así que con la cámara al cuello, obturábamos el diafragma sin mirar, o se ponía una de nosotras delante de la persona-objetivo posando a ser el centro de la foto, mientras la otra hacía la que enfocaba para otro lado y disparaba. Pero el truco no siempre funcionaba, a veces uno que otro nos regañaba con una voz salida de debajo de la barba, haciéndonos correr. Desde niños aprenden la regla, incluso los más pequeños al vernos levantar el objetivo agresor comenzaban sus negaciones y a usar sus manos para cubrir su rostro.

En las calles se veía gente sentada en sus sillas leyendo el Corán, rezando o escuchando el paso del tiempo; hombres, muchos hombres dándose muestras de afecto que nada tienen que ver con la homosexualidad, entonces sonreí viendo a ese señor arrodillado frente al viejo que descansaba en su silla, con un brazo sobre su pierna y con el otro cogiéndole la mano.

Luego de una caminata de 8 horas por la medina de Fez nos dieron las siete de la tarde, en segundos la calle se quedó limpia de gente: era el momento de comer. Aunque nos sentíamos aliviadas del barullo, empellones y los constantes ofrecimientos de hachís; por otro lado sabíamos que era la hora a la que el riesgo de tres mujeres solas en Marruecos se triplicaba, pues hasta la policía estaba comiendo. Y en esas se nos acercaron dos muchachos de dientes marrones ofreciéndonos su virilidad, otra vez pensé en los camellos, por lo que tuve que ahuyentar mis pensamientos con un abanico típico español. Al final se fueron conformados con el billete de les dimos.

Las sombras agrandadas de las frutas desperdigadas sobre el cemento, nos asustaron, entonces buscamos refugio a nuestros miedos en un baño típico árabe. Corría el agua, desnuda, sin tapujos, ni vergüenzas. Las cabelleras negras y largas, por fin libres de velo, brillaban entre las gotas de agua, las figuras pintadas en sus manos y pies empezaban a desfigurarse, a dejar su piel en una limpidez que asustaba. Después de haberlas visto en la calle guardando su honor de las miradas masculinas, allí estaban, con sus pezones, viscos, puntiagudos o agachados; tan libres de pudor. Me gustaba escuchar correr el agua hirviente y verla caer en mi piel achicharrándome el cuello, para luego chorrear el agua fresca de la coquita recién llenada, por los dedos de los pies, llenarla otra vez e ir subiendo.

Al salir, por el mismo pasillo por el que habíamos entrado, descubrimos una escalera. Subimos sigilosas pensando en que podría ser algo prohibido, pero no encontramos nada surrealista ni espectacular, sólo una habitación vacía con una pipa de esencia de frutas y una ventana. No era una ventana cualquiera, era una celosía antigua desde la que seguramente alguna mujer había mirado sin ser observada. Carmen desenrolló la alfombra y se sentó a pensar.

Eva y yo plantadas viendo a la gente que pasa hasta que nos dolieran los ojos. Desaparecí unos segundos en busca de un cuarto de baño, y me llené de odio, de nuevo me tocaba orinar en un baño turco, un plato de ducha con un agujero en medio que olía a batido de excrementos, con un grifo y un cubo para despedir una parte de porquería. Mareada, como pude, en cuanto entré me quité los pantalones enteros, los colgué en la puerta para evitar que se escurrieran y tocaran el suelo infesto. Cuando me levanté, los pantalones habían desaparecido. Me quedé allí un largo rato, gimiendo de rabia, respirando los hedores de otros cuerpos, y culpándome, sí, sobre todo culpándome por haberle devuelto a Eva sus ojos de europea.