domingo, 29 de noviembre de 2009

Hacia dónde

Las llantas patinan sobre el hielo
le doy tirones de oreja al volante
a un lado y al otro.
La calle sume barriga, se encoge, doblega
las llantas chillan como una puerta que pide aceite
en mitad de la noche,
cuando te disponías a escapar.

No se aconseja respirar por prudencia
sigo la regla
no tengo miedo,
sólo no quiero pasarle por encima
a la estrella que vi caer
alumbrada por el faro gris de una luna.

Una luna degollada sobre la carretera vacía
tendida, semi muerta,
con los hoyuelos de la juventud agrandados en su rostro
pero aún con su vieja manía
de iluminar el contorno de los pies.

Pero las estrellas siguen arriba
todo ha sido una alucinación, en mitad de un viaje
de una huida a ningún lado

y sin saber por qué.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El portarretratos vacío


Las campanas de la iglesia repicaban insistentemente, con su melodía rayada que alejaba de la meditación. Así nerviosa como estaba abrí mi correo electrónico y me encontré con la voz aniñada y un tanto mujeril de él. Esta vez, entre un saludo escueto me lanzó una recriminación acerca de mi decisión de excluirlo de mi vida hace ya unos nueve años, meses antes de mi partida definitiva al viejo continente. La comunicación la habíamos retomado en el cuarto invierno, cuando trozos de nube desmenuzada que caía en forma de nieve, me cubrieron las canas nuevas. Aquel día, las manos acartonadas teclearon su número, que aún conservaba en mi memoria con espacios y la figura de flor cubista resultante de marcar. Lo que sí había borrado el tiempo era el motivo exacto por el que dejé de hablarle. Sé que hubo insultos de su parte e intentos por pisotear mi maltrecho ego, que hicieron la situación insostenible. Algo recuerdo también de llamadas anónimas que estaba segura eran de su autoría intelectual, de reducido intelectual.
Las palabras de la chica que llamó unas cuantas veces, me extrañaron, su santiamén de tonterías no me asustaban, aunque sí acuciaron mi asqueo por la doble moral y el machismo reinante en mi país.
- “Señorita” – dijo, remarcando la ñ con furia -, la llamaba por las fotos que nos mandó, nos ha parecido un buen material.
- Qué fotos?
- Las fotos, usted sabe.
- De qué habla?
-Ejjjjem… pues las subidas de tono
-Cómo?
-Sí, las pornográficas donde se le ve tan bien.
- Ajá, y a dónde se supone que las envié?
- A Flores Frescas (prostíbulo de alto standing de la ciudad)
Corté con un “esto es un error, gracias y hasta luego”.
La segunda vez, me llamaron para concretar el día de la entrevista de trabajo. Les dije que para mí sería un honor trabajar para un lugar de tan buena reputación y con clientes tan distinguidos. Asentí quedar para el día siguiente a las ocho de la tarde. La tercera vez, el motivo de la llamada fue preguntar el por qué de mi inasistencia y proponerme una nueva cita; a lo que me disculpé arrepentida, pidiendo una segunda oportunidad. Era mejor darles largas, ganar tiempo, no tenía sentido desgastarme en explicaciones, que si llamaba a la persona equivocada, que si estoy y que lo otro; bahhh, sólo se trataba de una tomadura de pelo de mal gusto. Cuán equivocada estaba pensando que Humberto era demasiado listo! Todo esto no era más que una manera ramplona de vengarse de gente como yo. Me veía como una calenturienta, por lo que suponía, me acostaba de pura ociosidad y sin escrúpulo alguno, con cualquier pelantrusco, piojoso y dentipodrido de la Loma de la Cruz, “con todos menos conmigo”, rumiaba al anochecer, lo sabía. Y entonces para él no era una figuración, sino un hecho, el que alguna vez, en un momento de pieles semiarrancadas y uñas hundidas, hubiera caído en la tentación de consentir la inmortalización del momento. Si todo el mundo lo hacía, una chica con mi historial no podría quedar inmune a las costumbres.
Otro día contestó el teléfono mi hermana. Ella no se puso a seguir la corriente, enseguida profirió su retahíla de insultos aprendidos de memoria y tiró el auricular. Ahí me pareció que el tipo este se había salido de la raya, que intente jugar con mi resistencia mental y busque hacerme sentir pecadora, no es tan execrable, pero ya lo de hacerme mala publicidad con miembros de mi familia, se pasaba de los límites permitidos. Después de ese incidente no volvimos a intercambiar miradas de las que atraviesan las persianas echadas de los párpados, ni palabras de las que se enganchan al tobillo y van golpeando la acera como una algarabía de latas atadas al coche por los recién casados. Hasta que por culpa de un invierno, nos hicimos amigos de nuevo, aunque esta vez en el mundo virtual.
Hablando de amigos virtuales, hace unos días mantuve una conversación psicosociológica, anaranjada y sonrosada por matices afectivos, con el nuevo Carlos. Sí sí, disímil al que yo creía antes cuando compartíamos lugares de la ciudad a horas diferentes. Atrasamos el reloj muchas vueltas hasta que llegamos al momento preciso en que me buscó en la Universidad un lunes temprano, con un paquete de papel fotográfico que había comprado a primera hora, librándome así de las terribles consecuencias de mi mala memoria. El día anterior había descubierto mi olvido, cuando no tenía opción de encontrar nada abierto donde pudiera conseguir el papel. Se me ocurrió llamarlo a contarle mi drama y preguntarle si de pronto tenía lo que necesitaba. Como no se dio la casualidad, se le ocurrió aparecerse en la U a la mañana siguiente, y con ese gesto de tenderme el papel y rozarme una mano, aprovechar para lanzarme un aforismo inaudible que entendí tan bien.
Ahora, cada uno desde el otro lado de la pantalla, riendo y recordando parajes de nuestra vida, cuando de pronto me hizo una confesión aterradora. Durante años ha recolectado fotos mías y ahora cuenta con una buena colección. Quise saber cómo las había conseguido, pero él se limitó a asegurar que fue fruto de un trabajo periodístico sin más. Con mi curiosidad lo empecé a presionar, pero él, igual de zoquete, no soltó mayor detalle. De tanto insistir obtuve un dato crucial: las fotos no eran sólo fotos. Había primerísimos primeros planos que enfocaban los subterfugios de los rincones del deseo.
Ja ja ja, vaya imaginación tenía Carlos. Pero no, esta vez no se trataba de una de sus creaciones literarias, era purita verdad. Empecé a entenderlo todo cuando me dio detalles sobre el falso falo verde que compré en una tienda de artículos sexuales, por hacerle el favor a mi hermana, quien quería mandarle unas fotos pispas para mayores de 18, a su novio que se había ido para el imperio en decadencia, EEUU. Para ella era demasiado bochornoso ir a comprar “eso”, y como sabía que yo era tan desvergonzada, no le costó trabajo convencerme. Luego le dejé mi Pentax de 18-55 mm, en su habitación monté el escenario con un foco prestado, le puse el trípode y le enseñé el botón de obturación retardada que debía utilizar.
Al otro día, me dio el negativo y pidió encarecidamente las revelara con total confidencialidad. Hice mi juramento, a nadie se las mostraría, ni me quedaría con copias ni negativos. Llegué a la U muy a las siete y me fui directo a laboratorio. Mientras el negativo se secaba aproveché para entregarle un trabajo al profe de antropología y comprar las fotocopias que debía leer para el día siguiente. En la fotocopiadora pasó lo de siempre, querían cobrarme más, era sólo un poco más, es cierto, unos pesos sin importancia con los que no podría comprar ni una caja de chiles –de las grandes, claro-, pero yo me negaba a que se salieran con la suya. No iba a poner medios para que no robaran a los demás, era su problema, pero yo por mi parte no estaba dispuesta a ser una pardilla más de la manada. Por ello me entretuve contando y recontando folios, luego dije con total seguridad que eran 54 hojas y no 59. Una vez recuperé mi moneda, me fui feliz para el laboratorio. En el momento de entrar le vi la cara de pánico a Javier, el técnico del cuarto oscuro, con sus ojos desorbitados y las manos sosteniéndose el poco pelo que le quedaba, me dijo:
- Por qué no me costaste que tenías esas fotos aquí? Si me lo hubieras dicho podría haberlas guardado en una habitación bajo llave.
- Noooo! Qué pasó? Dónde están los negativos?
- Entraron los de 4º a revelar, se encontraron con los tuyos, los montaron en las ampliadoras y cuando se disponían a copiarlas llegué yo. Había como 50 personas haciendo fila por verte, por poco y se los llevan.
Me puse a temblar. Besé los negativos cuando los tuve en mi mano y abracé a Javier con fuerza.
Los días siguientes notaba un ambiente pesado en la U. La gente me miraba, las mujeres me torcían los ojos, murmuraban, reían; los hombres parecían querer masticar mi ropa. No me molestaba. Yo que siempre había huido de espacios tan abarrotados como la cafetería, me volví una clienta asidua. Todos los días paseaba mis pechos bien puestos y mis piernas firmes, por la pasarela imaginaria del lugar; me pasaba la mano por encima del hombro sacudiéndome el pelo, mientras giraba engreídamente la cabeza, sin saludar a nadie, pero sonriendo.