Tomé el avión a la una de la tarde
pero no era yo la que se iba sino quien se quedaba
agonizante
con el peso de una ciudad a cuestas
que el silencio le negó.
La Alhambra ya no se refleja en el cristal del colorete
las chumberas ya no demarcan el camino,
solo una hilera de nubes que los ojos empaña.
Este cantejondo me está matando de a poquitos,
el viento venido de la sierra zumba y retumba
arrasando las solitarias migajas de esperanza.
Desde el avión repaso mis canas recién nacidas
las que surgieron en tantas noches de cervezas
y que con gusto voy a gastar en otro lado.
Qué sentido tiene vivir en el interior
de una postal sin remitente
en la que no se puede aspirar sino a limpiar el polvo,
la mugre de la mesa,
a servir un trago frío, un tango amargo
o simplemente no hacer nada;
hacer la cama, hacer el desayuno y la cena
hacerlo todo y no hacer nada.
Desconsuelo de un reloj patas arriba
y sin memoria
de un “érase una vez” que nunca fue.
Tomé el avión a la una de la tarde,
ya son las seis menos diez de un mes que no reconozco,
las aceitunas que me traje se han disecado entre los libros
y todavía lo estoy esperando.
Esa puta ciudad- florero me abandonó a mi suerte
(que los poetas de verdad le canten si quieren).
Mientras tanto seguiré diciendo que aquel día no era yo…
no era yo la que se iba.
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