domingo, 18 de septiembre de 2011

¡Cuidado!

Una tarde mis poros ensanchados y estirados como queso tibio después de los cinco minutos de sauna, me pidieron agua fría. Las pieles transparentes de los que me rodeaban parecían no inmutarse y se divertían con cucharones gigantes escupiéndole agua a las piedras hirvientes para hacerlas trinar. Yo en una esquina cubriendo mi nariz con las manos para suavizar el aire y poder respirar, mientras tanto, ellos reían en silencio. Entonces salí despavorida en busca del lago. Bajé los escalones lamosos con mucho cuidado y al lanzarme escuché cómo el agua imitaba el sonido de una Coca-Cola burbujeante y recién servida.

Había mucha gente repitiendo sin cansancio la misma operación: sauna-lago-sauna. Quería nadar, ¡necesitaba endorfinas! Pero al ver que nadie sumergía la cabeza me acoquiné. Enseguida recordé que alguna vez había leído que cuando la gente se lanzaba a aguas semicongeladas tenía terminantemente prohibido meter la cabeza, pues de lo contrario podría sufrir una trombosis cerebral. Sí, es verdad que apenas era otoño y que aún el agua alcanzaba los 17º, sin embargo mi hipocondría me dijo que era mejor así, no fuera que por dármelas de David Meca me enfermara, no valía la pena pecar de ufana y adjudicarme de gratis un problema cerebral añadido –a mis múltiples disfunciones, por todos conocidas–, o como mínimo un resfriado. Mi razonamiento fue muy sencillo, ellos sabían de climas extremos mucho más que yo, por lo que la salida más salomónica era limitarse a copiar sus conductas y de este modo curarse en salud; así que con mi cabeza en alto nadé como un pato bebé. Salí más que contenta.

Semanas después, por fin pude ir a una piscina de invierno a nadar de verdad, y al entrar me llevé la gran sorpresa, nadie usaba gorros ni chanclas, y lo más curioso, muy pocos llevaban gafas. Ajaaá. Entré con mi disfraz de nadadora en mi piel de capuchino; como no, el gorro, las chanclas, y mi equipo de aletas y manoplas bien agarrado. No pudieron evitar mirar intrigados al nuevo espécimen. El agua estaba a la temperatura de la leche acabada de ordeñar. Clavé de buena gana y comencé a nadar y a nadar. Una hora después me puse a repasar a la gente, un poco para vengarme de sus miradas del principio. Fue entonces cuando lo entendí todo. Sus cuerpos desplazándose de forma vertical y sin prisa me hicieron comprender por qué no necesitan gafas y lo inútil que había sido mi nadado de pato en el lago. Mi exceso de prudencia me hizo sentir realmente tonta. Vaya por dios, aquel día no había evitado la trombosis ni el resfriado. Eso sí, sin proponérmelo había conseguido lo más importante: ser una más.

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