martes, 13 de septiembre de 2011

Es el precio


Pinos y más pinos. Botas encharcadas, manos enrojecidas por el frío. Capricho de una borrasca que va y viene, y no me importa. Sería una necedad soñar con el sol del trópico cuando aquí se está tan bien. No echo de menos el vallenato mal sintonizado del Blanco y Negro ruta 1, ni los rostros desangelados de pequeños descalzos que piden por doquier. No echo de menos al ladronzuelo que esconde bajo su camiseta la pata de cabra con la que me podría chuzar si me descuido, o si “doy papaya”-como afirmarían mis compatriotas-; ni al gamín que me gritó “mamasita, venga le engraso la bisagra”, sin advertir que era yo la misma que el día anterior lo había invitado a una Colombiana con Chocorramo, en lugar de darle las monedas que quería. Pero él no tiene la culpa, sus ojos dan vueltas como las máquinas tragamonedas después de que la cocaína cuasi pura se quedara incrustada entre los mocos y los pelos de la nariz.

El sol cada vez es más borroso, es cierto, como si se remojara en lejía antes de salir. Pero, ¿a quién se le ocurrió decir que el gris no es bonito y que caminar por un escenario cubierto con un velo de recién casada no tiene su encanto? Me decís que es un lugar aburrido…quizá tengáis razón. Aquí no se escuchan bombas ni existen los sicarios, ni los “traquetos”, ni el vecino pone la música a todo volumen; claro, yo tampoco lo puedo hacer, y eso tiene menos gracia. Sería maravilloso escuchar Lacrimosa y mi demás “música de los demonios” a toda hostia. A veces se hace insoportable la presión de los audífonos en mi cabeza, ¡con lo agradable que sería que la música hiciera crujir la madera!, pero es el precio, el precio que de buena gana he decidido pagar.

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